A propósito de la Asamblea Nacional Constituyente en Colombia
Paola Holguín
Abogada constitucionalista
En el complejo entramado que evoca la historia colombiana, la Constitución Política de 1991 se destaca como un hito trascendental que marcó un antes y un después. Este documento, reconocido por su carácter democrático y progresista, surge como el resultado de un profundo clamor social, encabezado en gran medida por el movimiento estudiantil, que en su momento buscaba transformaciones sustanciales tras años de conflictos armados y narcotráfico que habían sumido a la nación en una profunda crisis.
La Constitución de 1991 trasciende su mera condición de texto legal para erigirse como un símbolo de la lucha por la democracia y los derechos humanos en Colombia. Representa un esfuerzo fundamentalmente colectivo de una sociedad que, a pesar de las adversidades, optó por dejar al lado las diferencias para construir un futuro común.
La idea de una Asamblea Constituyente en Colombia fue un tema recurrente en la segunda mitad del siglo XX. La situación de violencia en Colombia, agravada por las consecuencias del Frente Nacional, la permanente crisis democrática y la interferencia del narcotráfico, llevó a que en múltiples oportunidades se intentara modificar de manera sustancial la Constitución de 1886.
En el contexto de intentos infructuosos, se destaca el de 1978, durante la presidencia de Alfonso López Michelsen, y el de 1979 con el gobierno de Julio César Turbay, donde la Corte Suprema de Justicia puso freno a las iniciativas de convocar una Asamblea Constituyente.
La idea resurgió en 1984, durante los intentos de paz con el gobierno de Belisario Betancur. En agosto de ese año, Óscar William Calvo, liderando el grupo negociador del Ejército Popular de Liberación (EPL), planteó la posibilidad de una Asamblea Constituyente como parte de un eventual acuerdo de paz en Medellín. Sin embargo, esta iniciativa no tuvo avances significativos, debido a la falta de consenso y negociación, lo que finalmente, terminó en el fracaso del intento de paz.
En 1988, el presidente Virgilio Barco propuso una reforma constitucional a través de un intento plebiscitario que posteriormente fue suspendido por el Consejo de Estado. No obstante, en 1989, el gobierno intentó un proyecto de reforma mediante acto legislativo, con el objetivo de impulsar una amplia reforma judicial y de derechos que buscaban lograr la paz y mayor estabilidad en el país.
Uno de los aspectos clave de este proyecto fue la negociación con el M-19, uno de los grupos guerrilleros que, en ese momento, ya había iniciado un proceso de paz con el gobierno. Como parte de este proceso, se acordó la posibilidad de elegir algunos congresistas con menos votos, en un intento de integrar al M-19 en la vida política del país.
Sin embargo, a pesar de estos esfuerzos, el proyecto de reforma constitucional se hundió en diciembre de 1989, debido a la interferencia del narcotráfico. Esta interferencia llevó a la pérdida de la favorabilidad acordada y al fracaso del proyecto. Ante esta situación, en diciembre del mismo año, el M-19 emitió un comunicado proponiendo la realización de una Asamblea Constituyente, planteando que esta debería ser convocada por el pueblo.
Esta afirmación cobraría sentido, luego del asesinato, en agosto de 1989, del candidato presidencial Luis Carlos Galán. Este trágico evento desencadenó una oleada de protestas en respuesta a la violencia perpetrada por el narcotráfico, que había cobrado la vida de figuras prominentes como Galán, Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo Leal y Carlos Pizarro, quien fue asesinado en 1990 mes y medio después de la firma del Acuerdo de Paz que él mismo impulsó. Todo esto, además de la persecución y exterminio en curso que se adelantaba contra la Unión Patriótica.
Se esperaba una violencia desmedida y ruptura del Acuerdo de Paz. Un estallido que diera rienda a la impotencia de ser una sociedad inviable. Sin embargo, el movimiento estudiantil entendía que se había trazado un camino de paz que era necesario preservar. La segunda “marcha del silencio”, convocada por el movimiento Todavía Podemos Salvar a Colombia y el Movimiento Estudiantil por la Constituyente, congregó a más de 15.000 jóvenes en una manifestación totalmente pacífica.
Se requería una respuesta que estuviera a la altura de los momentos por los que atravesaba nuestro país. Hay que decirlo, la fuerza que requirió no reaccionar ante el desmembramiento de las fuerzas que impulsaban la paz fue un acto de amor nacional que desconcertó y que produjo una ola de cohesión social, un momento donde el pueblo colombiano pudo reconocerse, sin conocerse, en el llamado del acuerdo mutuo para un nuevo futuro.
Fueron estos los acontecimientos que marcaron un punto de inflexión en la historia de Colombia, generando una movilización sin precedentes en la sociedad que sirvieron de cultivo para lo que podría llegar a ser la mayor conquista colectiva que hemos podido presenciar como sociedad.
Lo anterior denota que la iniciativa de Asamblea Constituyente que pretende adelantar el presidente Gustavo Petro, cuando menos, es insensata, por cuanto desconoce la historia del país para el cual se eligió y la historia del M-19, movimiento político y guerrillero al cual perteneció. Y es que vale la pena recordar y reconocer que el M-19 planteó en su momento, la necesidad de que la Asamblea Constituyente debería ser convocada por el pueblo colombiano, lo que implicaba una concertación nacional directa, un esfuerzo netamente colectivo que ya se dio en un nuevo marco constitucional de manera prodigiosa, con una unión social sin precedentes, y que ahora, en medio de la evidente división política y polarización, el presidente desconoce.
Sumado a ello, según la Constitución de 1991, la Asamblea Nacional Constituye requiere que: primero, el Congreso apruebe en Senado y Cámara por mayoría absoluta, una ley que contenga la duración de las sesiones, los ámbitos dentro de los cuales se pronunciaría la asamblea y el método para designar a los delegatarios de la asamblea; segundo, que la Corte Constitucional verifique la constitucionalidad de la ley por medio de control automático; tercero, luego de surtir estos procesos, la convocatoria del pueblo debe superar la tercera parte del censo electoral, es decir, deben votar por el “Sí” a una Asamblea Constituyente más de 13 millones de personas en Colombia.
Este proceso parece no tener sentido frente a la propuesta del presidente, quien aún no tiene el favor ni de Senado y ni de Cámara para la aprobación de las reformas que ha presentado, lo cual lleva a cuestionarse ¿cómo podría concertar una mayoría absoluta en el congreso para una asamblea constituyente?
En segundo lugar, al desatender su juramento de posesión como presidente frente al respeto y garantía de la Constitución y las instituciones, sus pronunciamientos atentan contra la misma institucionalidad que debe determinar la conveniencia y oportunidad para convocar una asamblea constituyente, en este caso la Corte Constitucional.
Por último, en el hipotético caso de que resulte una convocatoria electoral, el “Sí” a una Asamblea Nacional Constituyente requiere superar por mucho los votos que obtuvo para ser presidente, esto en un momento donde su favorabilidad desciende cada día más. Sin contar con que durante todo el tiempo que llevaría este proceso, el periodo presidencial del mandatario ya habría terminado.
Lo anterior nos lleva a inferir el porqué de su propuesta a una Asamblea Constituyente, cuáles son los verdaderos móviles que fundamentan una iniciativa innecesaria de tal magnitud, que por vías constitucionales resulta imposible.
Lo cierto es que el principal problema no radica en avivar el debate sobre cambiar o no la Constitución, sino en el desgobierno que enfrentamos, debido a la pérdida de control territorial, la evidente falta de consenso y la incapacidad ejecutiva del Gobierno para llevar a cabo su propio plan de desarrollo. Estos errores no son nuevos en la historia colombiana. Más bien, solo son la antesala de un fracaso anunciado.
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