Normas o poemas: sobre los derechos en broma
Enán Arrieta Burgos
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana
enan.arrieta@upb.edu.co
Quizás usted también se ha perdido, desconcertado, en la lectura de un texto normativo que no regula nada. Vuelve a leer y encuentra definiciones, adjetivos, inspiraciones, exhortaciones, versos, rimas y poemas, pero no regulaciones. El estilo rococó del Derecho crea extrañas realidades normativas. Sin importar el color o tinte político de la autoridad llamada a expedir una regulación, sea esta ley, decreto o sentencia, es frecuente encontrar textos jurídicos altamente edulcorados en expresiones del tipo “promover”, “fomentar”, “gestionar”, “consolidar” o “garantizar” un derecho humano, interamericano, universal, intercultural y fundamental, cualquiera que este sea. Derecho que, a su vez, se acompaña de calificativos tales como “integral”, “inclusivo”, “pluralista”, “popular”, “ancestral”, “autónomo”, “innovador”, “articulador” y “participativo”, por no seguir la larga lista de arreboles que pomposamente se suelen utilizar en el discurso legal imperante.
No es culpa suya si no entiende estos textos. Se trata del arte lírico de legislar sin regular. Las normas ya no prescriben, sino que describen; ya no disponen, sino que expresan; anuncian más de lo que ordenan; desean más de lo que regulan. Poetizar más que coaccionar, he aquí la nueva quintaesencia del Derecho. Recientemente, esta retórica ha sido denunciada, para el caso de España, por el profesor Pablo de Lora, en su maravilloso libro Los derechos en broma (Deusto, 2023). Sin embargo, como advierte el profesor De Lora, este no es un fenómeno nuevo ni aislado. La práctica normativa de idealizarlo todo, de manera fetichista, ha sido un lugar común en América Latina. Presidentes poetas es lo que ha tenido nuestra región, como hace poco lo recordó, lúcida y lucidamente, Carlos Granés.
Todos tenemos derecho a ser cursis. Ese no es el problema. El problema es que la cursilería, cuando se institucionaliza en normas jurídicas, degrada la esfera pública, por cuanto pone en entredicho la seriedad del Derecho a través del cual se dicen los derechos. Es el fin de los derechos en serio, para usar la célebre expresión de Dworkin. Por ello, cuando el Derecho se convierte en un asunto risible, lo que está en juego no es nada menos que el valor del Estado de derecho y del Derecho al Estado. Con el texto de Pablo de Lora en mano, veamos cinco de los principales efectos negativos del arte lírico de legislar (normativizar) sin regular.
Primero, los derechos se banalizan. La ampliación ilimitada de los derechos, tanto en cantidad como en calidad, termina por normalizar la frivolidad de un discurso tan imposible de cumplir como de tomarse en serio. La idea es simple. Cuando todo se convierte en un derecho fundamental, cuesta creer en el carácter fundamental de los derechos. La iusfundamentalidad pasa a ser un remoquete que se quita y se pone al antojo.
Segundo, las posiciones democráticas se reducen, por razones ideológicas, maniqueas, emocionales y simplistas, a falsos dilemas. La ostentación moral subyacente a las normas poema impide la deliberación democrática. La discusión comienza, siempre, con un “yo siento”. A partir de allí, nada de lo que se siente puede ser argumentable ni cuestionable. Así, por ejemplo, se afirma: “yo siento que los derechos, por ser fundamentales, no tienen precio y deben ser garantizados exclusivamente por el Estado”. Nada se puede discutir. Con ello, la aventura de vivir en sociedad se reduce al juego entre buenos y malos. Bienvenida la infantilización del mundo. Hay que decir adiós al “yo pienso” cartesiano.
Tercero, el Estado se hipertrofia, para usar la expresión de Pablo de Lora, en una “burocracia del consuelo”. Para el nuevo “Estado parvulario” los ciudadanos no somos sujetos autónomos y racionales susceptibles de ser persuadidos y castigados. Más aún, no somos ciudadanos, sino sujetos en situación de minoría de edad que deben ser educados, guiados, asistidos, acompañados y moralizados. Las normas operan como simples refuerzos positivos. Esta cruzada moral, lejos de ser neutral, es neutralizadora. La superioridad moral de la cursilería normativa supone el comienzo del fin de las libertades. Las posiciones políticamente incorrectas ya no son, siquiera, posiciones. Tampoco son políticas. Menos aún incorrectas. Son indecibles. Quienes en otras épocas lucharon contra la censura, hoy invitan a la autocensura.
Cuarto, las normas se convierten en declaraciones de principios o árboles a los que se le cuelgan las más diversas y hasta contradictorias intenciones. A partir de las nobles finalidades que se indican en las secciones introductorias de los diferentes cuerpos normativos, los textos legales se interpretan, más que con ductilidad, con franca arbitrariedad.
Quinto, el sistema de fuentes del Derecho se degrada en una profusa maraña de informes, recomendaciones, documentos técnicos y presuntas exigencias de organismos nacionales e internacionales, jurisidiccionales, cuasijurisdiccionales y no jurisdiccionales. Para qué la Constitución, si no hace falta. Mejor poner a rimar las declamaciones que dicte la moda.
Cierro con una reflexión. En América Latina, cuando se toman los derechos en broma, el socavamiento del Estado de derecho puede ser aún más peligroso que en otras naciones. En países en los que el Estado nunca ha estado, no hace falta que se les recuerde a las personas el derecho a reírse del Derecho. En conclusión, las normas jurídicas poema cuestionan la poca legitimidad que los hechos, y no los versos, han conquistado.
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