La crisis desde la sentencia penal condenatoria al tratamiento penitenciario
Giovanni Rosanía Mendoza
Magister en Derecho Público
“La sentencia penal condenatoria es el pronunciamiento judicial que avisa la terminación del proceso penal en donde se ha definido la responsabilidad de una persona en relación con su participación en una conducta punible y las demás obligaciones de los sujetos vinculados a través del condenado”[1]. Sin embargo, a pesar de este anuncio de finalización del proceso penal que refleja la sentencia penal condenatoria, otro trayecto debe continuar hacia la producción de sus efectos, de manera que la imperatividad y obligatoriedad del fallo condenatorio solo se reconocen cuando se alcanza su ejecutoria, situación procesal que explica la Corte Constitucional en la Sentencia C-641 de 2002.
En la citada decisión, la corporación precisa que la sentencia en firme es un verdadero derecho constitucional fundamental, porque todo juicio, desde su comienzo, está llamado a culminar, toda vez que sobre las partes no puede ceñirse indefinidamente la expectativa en torno al sentido de la solución judicial a su conflicto. Empero, el estadio de la conclusión de un proceso penal conlleva su propia vicisitud, esto es, los obstáculos que se deben superar para lograr el cumplimiento de cada etapa procesal y alcanzar finalmente la configuración de la sentencia. Tan difícil es el camino hacia la sentencia penal condenatoria, no solo por la complejidad natural de la actuación procesal, sino por las limitaciones del desenvolvimiento de la administración de justicia, incluyendo la congestión judicial, que son constantes las declaraciones de vencimientos de términos, según las hipótesis a que se contrae el artículo 317 de la Ley 906 de 2004.
De lo hasta ahora reseñado se pueden visualizar los retos para lograr la sentencia penal condenatoria y para materializar sus efectos, no obstante, aun superándose tales barreras, otra crisis se presenta a partir de la firmeza del fallo condenatorio. Se trata de la realización del tratamiento penitenciario, delineado por la Corte Constitucional en la Sentencia T- 286 de 2011 como el conjunto de mecanismos de construcción grupal e individual, cuya tendencia es influir en la condición de las personas, mediante el aprovechamiento del tiempo de condena como oportunidades, hacia la construcción de un proyecto de vida propia que permita lograr competencias para integrarse a la comunidad como seres creativos, productivos, autogestionarios, una vez recuperen su libertad, tratamiento previsto en el régimen penitenciario como progresivo, esto es, dividido en fases, que deben responder a un progreso particular, como lo sostiene la Sentencia C- 1670 de 2000.
Es un recorrido largo el que se presenta para que el condenado sea ingresado en el tratamiento penitenciario y, mientras tanto, el tiempo de reclusión sigue su curso, privación de libertad que inclusive se desarrolla en centros de detención transitoria en la situación jurídica de condenado, que ahonda la problemática en tales instituciones, advertida por la intervención de la justicia constitucional que declara la extensión del estado de cosas inconstitucional por hacinamiento en ellas, como se dispuso en la Sentencia SU-122 de 2022, situación alarmante que se agrega a las tres declaraciones del estado de cosas inconstitucional en las prisiones que desde 1998 ha venido avisando el tribunal constitucional. En ese sentido, tiempo de condena y tratamiento penitenciario no se cumplen al mismo tiempo, trayendo como consecuencia situaciones anormales como la de clasificarse a un sentenciado en fase de observación y diagnóstico, que según la Resolución 1753 de 2024 del Inpec indica que el tratamiento penitenciario se está iniciando, cuando en ese momento el condenado ha purgado más de la mitad de la sanción penal de prisión, aspecto que evidentemente visualiza una injusticia dentro de un Estado que denomina la Carta Política como social de derechos.
De acuerdo con la realidad, se requiere insistir en la distinción de componentes públicos y en algunas nociones de la organización política. El Estado funciona como dominador, con un régimen político, y el artículo 209 de la Constitución prevé el aspecto de la función administrativa, bajo principios de igualdad, moralidad, eficacia, economía, celeridad, imparcialidad y publicidad. De ahí que se necesite de una sinergia que articule los órdenes administrativo, penitenciario y judicial, auspiciadora del anhelado nexo entre la función pública y la función de la pena, de manera que se amerita una comunicación entre el Poder Legislativo, la Administración de Justicia, el Ministerio de Justicia y el Inpec, y que efectivamente se produzca una armonía entre la ley, el acto judicial y el acto administrativo, esto es, el punto de encuentro sustancial que irradia al que hace las leyes, al que las ejecuta y al que adjudica el derecho, dado que no solo la institucionalidad debe reconocer el derecho, sino también contribuir a una operatividad que lo materialice.
Ante el escenario planteado, la solución la viene tratando el operador judicial, quien aplica la razonabilidad y la proporcionalidad debidas para garantizar las reconocidas prerrogativas a una persona privada de la libertad en el previo debate constitucional, comoquiera que la jurisdicción es entendida por la doctrina como una soberanía del Estado que se ejerce por los órganos a los que se les atribuye la función de administrar justicia, a fin de satisfacer intereses generales y aplicar el derecho sustancial a un caso concreto, tal como lo enseñó el maestro Jaime Azula Camacho. Así, el acto judicial producido y estructurado con justificaciones internas y externas que deben ser, al mismo tiempo, válidas, eficaces y llenas de contenidos de coherencia, unidad y plenitud, corrige la ausencia de una intervención administrativa estatal destinada a ser la iniciadora de una clara operatividad correspondiente a su esencia funcional.
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[1] Giovanni Rosanía Mendoza, La ejecución de la sentencia penal condenatoria, Tirant lo blanch, Bogotá, 2023, pág. 13.
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