23 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 13 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Conmoción interior, transición y paz

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Jorge Ernesto Roa Roa

Doctor en Derecho y profesor de Teoría Constitucional, Derechos Humanos y Derecho Público Comparado de la Universidad Externado de Colombia

 

Stephen Holmes escribió en el 2009 un brillante artículo en el que demostró que las situaciones en las que aparentemente se requiere una respuesta inmediata, rápida, eficaz, apresurada, efectiva y poco deliberada son, en realidad, momentos que exigen mayor pausa, seguir protocolos, acciones coordinadas, deliberación y contención. Holmes empezaba su artículo relatando la experiencia de su hija Alexa, quien sufrió un grave accidente que la dejó en estado de coma. Cuando la niña se encontraba en la sala de emergencias de la clínica, las enfermeras y profesionales que la atendieron actuaron bajo estrictos protocolos que dilataban la acción urgente e inmediata que la situación de Alexa ameritaba. Por ejemplo, antes de transfundirle sangre, las enfermeras verificaban dos veces el nombre de la paciente y el tipo de sangre que le iban a transfundir. Aunque todas las profesionales sabían que la vida de la niña dependía de que ellas actuaran rápidamente, nunca dejaron de seguir los protocolos. Lo que esto enseña, dice Holmes, es que esos protocolos evitan que se comentan “errores fatales pero evitables bajo las presiones psicológicamente inquietantes del momento”.

 

La experiencia personal de Holmes permite inferir algunas lecciones institucionales sobre el uso de mecanismos de emergencia o excepción en contextos de constitucionalismo transicional. Una de las más importantes es que instrumentos, como el estado de conmoción interior, siempre están disponibles para tomar decisiones rápidas y (aparentemente) efectivas. Sin embargo, las medidas excepcionales carecen de idoneidad cuando se trata de resolver desacuerdos sociales profundos o cuando el objetivo perseguido no es poner remedio a una situación concreta, sino tomar una decisión estructural con cierta vocación de perdurabilidad.

 

En segundo lugar, es importante evitar las reacciones viscerales (como las denomina Holmes), porque estas son un mal sustituto de las reacciones estratégicas. Las primeras se basan en un supuesto falso, según el cual, cada coyuntura parece una emergencia y, como tal, cada una de estas requiere una reacción instantánea. Las reacciones viscerales suelen realizarse incumpliendo o forzando los requisitos constitucionales de los estados de emergencia, aparejan consecuencias perjudiciales en el corto y largo plazo y tienen visos de constitucionalismo abusivo o autoritario. Por el contrario, ante cada coyuntura aparentemente grave es importante preguntarse primero si esta es el resultado de un desacuerdo social profundo que, en lugar de reacciones particulares, exige una decisión de fondo (reacción estratégica) basada en la consideración de todos los intereses involucrados y en un proceso sosegado de deliberación.

 

En tercer lugar, desde luego que, en contextos de constitucionalismo transicional, puede ser necesario acudir a estados de emergencia. Ahora bien, quizá tal apelación a la excepcionalidad resulte adecuada cuando se trata de impulsar o avanzar la transición y no cuando el objetivo es frenar o retroceder las etapas de ese proceso. Si esto último ocurre, de nuevo, será la Corte Constitucional la garante de la transición. Esto llevará al tribunal a actuar para consolidar los avances logrados por los demás poderes del Estado y a protegerlos frente a la regresión.

 

En cuarto lugar, cuando existen momentos de inestabilidad institucional (por ejemplo, renuncia de altos funcionarios), quizá es mejor adoptar decisiones que den pausa, estabilidad y control en lugar de decisiones que profundicen la excepcionalidad, la angustia social y la desestabilización de los poderes públicos. Por ejemplo, decretar un estado de conmoción interior, en momentos en los cuales existe profunda desconfianza de los guerrilleros desmovilizados sobre el (in)cumplimiento de los acuerdos firmados con el Gobierno, daría la razón a quienes se van del proceso, porque desconfían de la voluntad de paz del actual Gobierno para dejar allí solo a los pocos que mantengan una fe irresoluta en las instituciones de la transición.

 

Además, el uso reiterado de algunas potestades presidenciales, como los estados de excepción, el veto a las leyes (objeciones) o la legislación por la vía de decreto, puede llevar a pensar que hay una consolidación de un uso abusivo de ese tipo de mecanismos, a la banalización de los mecanismos de emergencia y a crear una presunción (de la cual el legislador y la Corte Constitucional deben tomar nota) de que estos son usados fuera del marco constitucional.

 

Por último, quizá el constitucionalismo transicional colombiano necesita enfrentar el hecho duro de que perdura un profundo desacuerdo social que no ha sido resuelto y que tiene que ver con la refrendación social del Acuerdo de Paz, el futuro de los arreglos hechos con la guerrilla y la mejor forma de avanzar la transición. Parece bastante como para resolverlo en noventa días mediante unos cuantos decretos.

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