El fraude a los servicios públicos y la responsabilidad de las empresas
Roberto Cruz Palmera
Profesor de Derecho Penal de la Universidad de Valladolid (España)
Correo electrónico: rcruz@uva.es
Los recientes casos de alteración de medidores de gas en establecimientos comerciales de Bogotá y Cundinamarca ponen sobre la mesa un debate complejo. Por un lado, es claro que el fraude a los servicios públicos es un delito que no solo afecta las finanzas de las empresas proveedoras, sino que impacta directamente a la ciudadanía. Por otro, también abre la puerta a reflexionar sobre las prácticas de las empresas que suministran estos servicios esenciales y su relación con los consumidores.
Alterar medidores de gas, electricidad o agua no es un acto menor. Es un fraude que pone en riesgo la infraestructura del servicio, genera inequidad entre quienes pagan sus facturas de manera honesta y encarece las tarifas para todos. En los casos recientes, el comportamiento delictivo no se materializa de manera individual, sino que es orquestado por grupos organizados que se lucraban ofreciendo este servicio ilegal, haciendo del fraude un modelo de negocio. Desde una perspectiva jurídica, el fraude de servicios públicos está tipificado en el artículo 256 del Código Penal, con penas que pueden alcanzar los cuatro años de prisión. En este caso, al tratarse de una estructura organizada, se suma el concierto para delinquir (art. 340), lo que agrava las sanciones. Estas conductas no solo afectan el patrimonio de las empresas, sino que atentan contra el orden económico y social. En cuanto al precio de las tarifas, surge una pregunta clave: ¿son justas o abusivas? Esta cuestión aborda un problema de política económica que, por razones de espacio, no puedo profundizar en este momento.
Sea como fuera, una de las razones más mencionadas por quienes cometen fraudes a los servicios públicos es la percepción —y, en algunos casos, la realidad— de tarifas excesivas. Los consumidores se enfrentan a facturas abultadas en un contexto de ingresos limitados, especialmente en sectores como el de pequeñas panaderías, bares y restaurantes, que han sido golpeados por la inflación y la desaceleración económica.
Esto plantea otra pregunta fundamental: ¿están las tarifas de servicios públicos ajustadas de manera justa? En ocasiones, las empresas proveedoras han sido señaladas por prácticas poco transparentes en la determinación de precios, como el cobro de sobrecostos no justificados o la implementación de subsidios cruzados que cargan más peso a ciertos usuarios. Si bien estos ajustes pueden responder a necesidades operativas, también pueden generar descontento y desconfianza entre los usuarios, especialmente cuando las empresas no comunican de manera clara cómo se estructuran las tarifas. Esto, por descontado, no justifica el delito, pero sí subraya la necesidad de revisar la relación entre los consumidores y los prestadores de servicios.
Es fácil señalar a quienes cometen fraude como únicos responsables del problema, pero la realidad en un país marcado por la desigualdad es más compleja. Las empresas tienen un papel clave en garantizar que los costos sean razonables y las tarifas se ajusten a la realidad económica de las personas (“usuarios”). Conjuntamente, el Estado debe cumplir un rol de regulador activo para prevenir abusos y fomentar la transparencia y la equidad. Por otro lado, los consumidores debemos entender que, aunque las tarifas puedan ser altas, el fraude no es una solución. Cada acto de alteración de medidores o “robo de servicios” afecta la sostenibilidad del sistema y, en muchos casos, pone en riesgo la vida de quienes manipulan la infraestructura sin conocimientos técnicos.
Los recientes casos mediáticos no solo deben llevarnos a condenar el delito, sino también a reflexionar sobre sus causas estructurales, esto es, darle la vuelta y colocar sobre la mesa la cuestión criminológica de base: ¿por qué el hombre delinque? En ese sentido, parece necesario promover un diálogo entre empresas, Estado y usuarios con el fin de construir sistemas tarifarios más justos y transparentes que reduzcan el incentivo al fraude.
Desde una perspectiva legal, estos comportamientos delictivos ponen de manifiesto la urgencia de fortalecer las acciones de fiscalización y control, así como la necesidad de implementar sanciones efectivas y justas, que castigan adecuadamente a quienes incurran en tales prácticas. Solo cuando el sistema garantice equidad y rigor en la aplicación de la ley podremos combatir tanto el delito como las condiciones que lo propician. Solo cuando entendamos que los servicios públicos son un bien común, que requiere el compromiso de todas las partes, podremos avanzar hacia una sociedad más equitativa y responsable. La defraudación de fluidos no tiene “justificación” en los recientes casos que menciona la prensa nacional, menos los perpetrados por grupos o bandas criminales; sin embargo, ignorar las fallas en el sistema y la falta de equidad en el cobro de las tarifas tampoco es una solución.
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