¿Para qué le sirve la literatura al Derecho?
Felipe Bedoya Muñoz
Abogado de la Universidad de Medellín
Para nada, es la respuesta que, sin duda, darán a la pregunta que titula esta columna los mismos que llaman materia de “relleno” a la hermenéutica jurídica o los que claman por la desaparición de las humanidades en los programas de leyes. Ninguna utilidad podrá encontrarles a los estudios de Derecho y literatura aquellos que hayan olvidado que el Derecho es un medio para alcanzar la justicia y, al contrario, lo entiendan como un vehículo para alcanzar un rédito o un beneficio económico, eliminando del mundo de lo jurídico todo aquello que existe solo porque nos hace mejores. Solo aquellos que, como Nuccio Ordine, creen en la utilidad de lo inútil, podrán, como Faulkner, utilizar la literatura como una luz, una lamparilla que alumbra donde el Derecho no alcanza a llegar.
Aunque en los países que cuentan con un sistema de civil law es común encontrar entre los abogados la creencia consistente en que, entre el Derecho y la literatura no existe relación alguna, más allá de que ambos son artefactos creados por el lenguaje, lo cierto es que los beneficios que resultan de la conjunción han sido ampliamente estudiados en los países del common law, y cobran relevancia ahora en el nuestro, en razón al cada vez mayor activismo judicial que impera en Colombia.
En qué punto, entonces, es que se encuentran ambas disciplinas, cuando es evidente que, mientras el Derecho se ocupa de abarcar la mayor cantidad de conductas posibles por medio de enunciados prescriptivos, la literatura trata asuntos particularísimos, y que, mientras el Derecho pretende eliminar la vaguedad de su sistema, la literatura se permite ir, sin rumbo, en las oscuridades del ser, navegando por lo inefable, mientras intenta narrarlo.
La respuesta a la pregunta sobre la utilidad de la relación se halla, precisamente, en las diferencias existentes entre ambas disciplinas. Es allí, en la pretensión de atrapar el mundo a través del lenguaje, vana como lo sabía Nietzsche, en donde la literatura puede extenderle una mano amiga al Derecho, aun cuando este, por su ya sabido orgullo, no quiera aceptarla.
Incluso, si las normas de Derecho positivo parecen prever todas las conductas posibles en una comunidad, cada vez que el juez se encuentra ante la sagrada decisión de si aplicar o no la consecuencia jurídica atada a un supuesto de hecho determinado, se encuentra ante el cúmulo de pasiones y contradicciones que hace a un hombre, unido a sus circunstancias, que también lo conforman, frente a todo lo cual, a veces la respuesta no es tan sencilla, o simplemente no existe. En dichas situaciones, pararse en hombros de gigantes no está de más, pues ya Balzac ahondó en la naturaleza de la bancarrota y Dostoievski se explayó en cientos de páginas acerca del error judicial y la relación entre moral y Derecho.
Sin embargo, la unión no solo beneficia a aquellos que se encargan de juzgar, pues, si el Derecho es instrumento para la consecución de la justicia, aquellos que lo ejercen por otros en razón a su conocimiento son también instrumentos del supremo valor y, como tales, requieren, en principio, para llevar la causa ajena, de la extraña capacidad de sentir empatía por el otro, escasa en nuestra época. En este caso, también, la literatura sirve de entrenamiento para sentir en cabeza ajena en infinidad de situaciones, pues, si nihil novum sub sole, como lo sabía el Eclesiastés, todo ya ha sido sentido y explorado, y los grandes interrogantes de la justicia y el poder no se escapan a las preocupaciones literarias.
Así, y aunque sería equivoco afirmar que en Colombia no se han dado estudios de Derecho y literatura, se debe promover su propagación en las aulas, como otra luz en lo jurídico, que se pierde en el remolino de la lógica del beneficio y lo mercantil, para recordar, tal vez, que, si el Derecho trata de abarcar la conducta humana como objeto de estudio, son las humanidades sus más grandes aliadas para comprender sus grandes incógnitas, tales como la justicia y el poder.
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