31 de Enero de 2025 /
Actualizado hace 1 hour | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

De dignidades y gobiernos

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Bernardo Carvajal Sánchez

Director del Departamento de Derecho Administrativo de la Universidad Externado de Colombia

Socio de Coral Delgado & Asociados

En días pasados, el jefe de Estado colombiano resolvió no permitir el ingreso de aeronaves con nacionales colombianos deportados de EE UU por haber migrado de manera ilegal, tras considerar que se les trataba de manera indigna al encadenarlos en manos y pies, como si se tratara de delincuentes condenados cuyo traslado requiriese excepcionales medidas de seguridad, propias del ámbito penitenciario.

Conocida la respuesta del Gobierno norteamericano, anunciando muy fuertes medidas de retaliación, se escucharon opiniones señalando que era contradictorio que el país de origen se negara a recibir a sus propios ciudadanos y que, en nombre de la dignidad, terminase prolongando en la práctica esas condiciones de retención administrativa que, precisamente, estimaba humillantes y degradantes. Un par de horas más tarde, el jefe del Ejecutivo colombiano replicó a su homólogo estadounidense, apelando a la “dignidad latinoamericana”. 

Este somero extracto de algunos de los ingredientes de una muy breve (pero muy grave) crisis diplomática que esperamos quede superada y deje aprendizajes refleja que, en ocasiones, los gobernantes invocan la defensa de la “dignidad” como un poderoso argumento para justificar ciertas medidas o decisiones tomadas en el ejercicio de sus funciones. Sin embargo, en un Estado social y democrático de derecho debe estarse muy alerta ante los usos y alcances que toma esa poderosa palabra, pues no siempre significa lo mismo, llegando incluso en ocasiones a implicar la negación de la común e igual dignidad de todas las personas.

En efecto, partiendo del estudio y propuestas contenidos en nuestro libro La dignidad humana como norma de derecho fundamental (2020), cabe recordar un par de cosas. De una parte, existe la dignidad a secas (dignitas), que corresponde a la majestad, preeminencia o superioridad que tiene un sujeto en razón del rango, posición, cargo o especial condición que tiene. Por ello, en el derecho público aún se habla de altas dignidades y de dignatarios, para referirse a los altos cargos dentro del Estado y a los más altos funcionarios públicos.

De ahí surgen dos consecuencias jurídicas: de un lado, la dignidad del cargo es fuente de respeto y obediencia en razón de la jerarquía, pero de otro lado, esa dignitas le impone al gobernante deberes de conducta (dignidad-decoro), pues debe comportarse conforme a su investidura y no como bien le plazca; razón por la cual surgieron los juicios de indignidad como expresión del control político. Esa dignidad se gana, se merece y hasta se puede perder, siendo además exclusiva y excluyente, pues no todos la tienen.

Ahora bien, esa primera acepción se ha intentado extender en ciertos momentos de la historia para trasladar la dignidad a un determinado pueblo, raza o cultura (por ejemplo, la dignidad del pueblo soviético); en ocasiones de manera peligrosa cuando moviliza un discurso supremacista o una dialéctica amigo-enemigo que podría llegar a negar la común dignidad y a perseguir a quienes no formen parte del grupo autoproclamado digno o no lo sigan con lealtad (como la traición al pueblo soviético por tener una ideología diferente a la que supuestamente identificaba a ese pueblo).

De otra parte, como resultado de un largo proceso cultural, filosófico y lingüístico en Occidente, surgió la dignidad humana (dignitas hominis) como expresión con significado y alcances propios, la cual no puede confundirse con la dignidad a secas (dignitas), dignidad-decoro o dignidad-jerarquía. En efecto, en el derecho público de origen romano-germánico, la dignidad humana es común a todos los miembros de la comunidad de seres humanos, se reconoce a todos por igual, nunca se pierde (jurídicamente hablando) y no depende del credo, ideología, nacionalidad, género ni a ningún otro criterio distinto al de ser humanos. Es fuente de múltiples obligaciones de hacer y no hacer, de respeto y consideración hacia toda persona humana, particularmente en contextos donde hay riesgo de trato cruel, inhumano, humillante o degradante de personas vulnerables, de avasallamiento, instrumentalización o cosificación de personas libres y autónomas, o de exclusión, segregación o exterminación de personas diferentes o marginadas. De ahí que las autoridades deben abstenerse de violar o negar la dignidad humana cuando ejercen sus prerrogativas de poder público (por ejemplo, medidas de policía administrativa o de conservación del orden público) y, además, deben promover y concretizar políticas públicas que mejoren las condiciones y calidad de vida de las personas para hacerlas acordes a la dignidad humana (como políticas de inclusión, servicios públicos esenciales, infraestructura social).

Por consiguiente, no podemos confundirnos ni dejarnos confundir por los usos retóricos que puedan darse a la dignidad. Gobiernos y gobernantes deben estar siempre a la altura para proteger y promover la dignidad humana reconocida a todos los individuos, sin excepción ni distinción alguna: colombianos y extranjeros, migrantes regulares e irregulares, etc. Gobiernos y gobernantes deben cuidarse de no caer en el discurso de una dignidad exclusiva y excluyente, en beneficio de unos y en desmedro de otros. Por más diferencias ideológicas y problemas que debamos afrontar como sociedad, no podemos renunciar a ese mínimo común denominador que es la dignidad humana, sin la cual no hay convivencia, tolerancia ni pluralismo posibles. No podemos olvidar que las luchas civilizadas por la libertad, la igualdad o la solidaridad pierden sentido, razón y legitimidad cuando resultan contrarias, niegan o tergiversan el principio de dignidad humana; por fortuna, uno de los grandes pilares del derecho constitucional y del derecho administrativo de nuestros tiempos. 

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