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Opinión / Análisis


Sustitución de la Constitución y límites al poder de reforma

21 de Agosto de 2020

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Humberto de La Calle Lombana

Abogado, exministro, exmagistrado y exvicepresidente de la República

 

Ante variados anuncios de reformas constitucionales, incluida la propuesta de una constituyente, adquiere plena actualidad el tema del juicio de sustitución de la Constitución. Por tal razón, creo pertinente revisitar esa cuestión en este momento. El tema entre nosotros ha tenido alta temperatura.

 

En primer lugar, porque su abordaje por parte de la Corte Constitucional ocurrió a propósito del examen de una iniciativa de referendo constitucional. De modo que ya no era una discusión inerte sobre esta cuestión, sino que colocaba la disputa en un extremo límite: las restricciones del Congreso cuando su tarea no era acometer por sí mismo la reforma, sino abrirle paso a un pronunciamiento popular.

 

De otro lado, tras varios intentos fallidos de reforma por las vías ordinarias, nació el mecanismo que condujo a la puesta en marcha de una Asamblea Constituyente en 1991. Este cuerpo, escaldado por las varias frustraciones previas, no solo quiso abrir la puerta a mecanismos diversos de reforma hacia el futuro, sino que explícitamente ciñó el examen de la Corte a los vicios de procedimiento en el trasiego de su formación. Establecer cuáles son ellos y, en especial, si la competencia del Congreso respecto de iniciativas que no se limiten a cambios secundarios, sino que por su trascendencia equivalgan a verdaderas sustituciones de la Constitución, tiene algún tipo de limitaciones.

 

Así dio inicio a un debate que aún no termina y que ha dividido a los juristas entre quienes aplauden el establecimiento de fronteras al poder de reforma, hasta quienes, desde el otro bando, creen que la Corte ha excedido su función de legislador negativo y ha alcanzado incluso a hollar el terreno propio del constituyente. Ni más ni menos. Pero para llegar allí, tendrán que concurrir previamente algunas meditaciones que van desde la filosofía del derecho, pasando por la alta configuración de la política hasta llegar a examinar cuáles son los vicios de procedimiento y, en especial, si la ausencia de competencia en cabeza del Congreso es uno de ellos.

 

El problema jurídico

 

Como ya se dijo, la Constitución limita la competencia de la Corte en la revisión de los actos reformatorios al examen de los vicios de procedimiento. En Sentencia C-543 de 1998 dispuso que “el control constitucional sobre las reformas constitucionales recae entonces sobre el procedimiento de reforma y no sobre el contenido material del acto reformatorio”.  Es más: posteriormente, mediante Sentencia C-487 del 2002, la Corte se declaró inhibida para conocer de una demanda que atribuía a un acto lgislativo deficiencias materiales o de fondo.

 

Pero muy pronto se encontró que ese punto de partida era insuficiente.

 

El nodo inicial de la saga jurisprudencial que ha ido desarrollando la materia lo constituye la Sentencia C-551 del 2003, que examinó la constitucionalidad de la ley que convocó a un referendo constitucional. Aunque se trató del examen de una ley, dada su vocación de reforma de la Carta, la Corte tuvo que incursionar en el terreno que estudiamos, esto es, en el poder de reforma de la Constitución en manos del Congreso.

 

Pero el territorio que tuvo que recorrer para llegar allí fue la exploración más profunda de los llamados vicios de procedimiento, cuestión aparentemente sencilla, pero que, a poco andar, ostenta innumerables complejidades.

 

Del repertorio de posiciones sobre la noción de tales vicios, el cual examina la Corte con detalle, pasa a concluir, en mi criterio con toda razón, que “un vicio de competencia se proyecta tanto sobre el contenido material de la disposición controlada, como sobre el trámite, pues es un pilar básico de ambos, ya que para que un acto jurídico expedido por una autoridad pública sea regular y válido es necesario que la autoridad realice el trámite señalado por el ordenamiento, pero que además esté facultada para dictar ciertos contenidos normativos (…). Esta proyección de los problemas de competencia, tanto sobre los vicios de procedimiento como sobre los vicios de contenido material, es clara (…). En tales circunstancias, no tendría sentido que la Constitución atribuyera a la Corte el control de los vicios de procedimiento de las reformas constitucionales, pero la excluyera de verificar si los órganos que adelantaron esa reforma tenían o no competencia para hacerlo, pues esa regulación lleva a una situación inaceptable: así, ¿qué ocurriría si un órgano incompetente adelanta una reforma constitucional, pero con un trámite impecable? ¿Debería la Corte Constitucional limitarse a considerar los trámites de la reforma, a pesar de la absoluta invalidez de la reforma por carencia de competencia? ¿En qué quedaría su función de velar por “la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución?”

 

Definido este punto, el paso siguiente era obvio: ¿Cuál es la competencia del Congreso, en tanto que constituyente derivado, para reformar la Constitución? ¿Es absoluta? ¿Existe algún límite?

 

Reforma versus sustitución

 

Para la Corte, el poder de reformar la Carta no incluye el poder de sustituirla, esto es, modificar sus rasgos esenciales de identidad. Por sustitución se entiende, a su juicio, no solo el cambio total del contenido normativo, sino incluso un cambio parcial cuya trascendencia desfigure por completo la estructura constitucional. Aunque a diferencia de otros ordenamientos, no hay en nuestra Constitución una norma expresa en tal sentido, la Corte sin embargo observa que esta distinción proviene de necesidades esencialmente ligadas a la protección integral de la misma, que también son producto de un entendimiento cabal de las diferencias entre el poder originario del constituyente primario, por definición ilimitado, y el poder de reforma depositado por este en un órgano constituido, como es el Congreso. Para decirlo gráficamente, siguiendo a Berlia[1], la reflexión central es ¿cómo “evitar que los representantes del pueblo soberano se transformasen  en los soberanos representantes del pueblo”?

 

Porque una vez que irrumpe la noción de soberanía popular, es claro que el soberano es el pueblo. Y que es, además, el único soberano, porque sin esta univocidad inequívoca, es la noción misma de soberanía la que se esfuma.

 

Una cosa es que el soberano delegue en un órgano constituido su capacidad de perfeccionar y modificar su mandato, y otra bien distinta que, prevalido de esa delegación, el constituido se vista de constituyente para descuajar de raíz el mandato del pueblo.

 

Es esta la idea que dividió la opinión. Mientras algunos opinamos que es correcta, no faltaron los que desde otra orilla llegaron incluso a hablar de un golpe de Estado de la Corte, porque mediante esta secuencia de pensamiento, sencillamente tomó para sí la llave escondida del poder de sustitución. El vellocino de oro de la sustitución, en cuanto sus límites son ignotos, quedó, para ellos, en manos de una Corte no elegida.

 

El problema desde el ángulo filosófico

 

La discusión excede de lejos un enfrentamiento mecánico entre dos tesis funcionales. Es, por el contrario, una disputa que toca la raíz misma de la filosofía del derecho y de las relaciones de este con la justicia. Ya Aristóteles distinguió entre nomoi, normas que incluso el pueblo debía respetar, y psefismata, aquellas que caían bajo la competencia de la Asamblea.

 

Quienes atacan la tesis de la Corte, más allá de las discusiones sobre sus poderes, a los cuales atribuyen una indeseable dinámica expansiva, se hacen fuertes en una noción de rango positivista. En efecto, a su juicio, la sola producción regular del acto le imprime validez indiscutible, sin que una teoría pura del derecho necesite o admita verse impregnada por valores de naturaleza extrajurídica.

 

El positivismo puede ser mirado en la actualidad de diversa manera.

 

Para comprender mejor el origen de esa afirmación me remito a Bobbio.[2] Para este, el positivismo responde realmente a varias posibilidades de análisis: como teoría de la justicia, como teoría del derecho, como teoría de la ciencia jurídica y como teoría de la interpretación.

 

Es en el primer punto donde encontramos una reflexión pertinente. El positivismo, así mirado, estima que el derecho positivo, por el solo hecho de serlo, esto es, como emanación de la voluntad del soberano (cualquiera que sea este) es justo. Las reglas producidas formalmente por el competente sirven además a la sociedad como mecanismo para lograr valores como el orden, la paz y la seguridad jurídica. Todo ello, por fuera de la consideración moral de la norma en sí misma considerada.

 

La visión jusnaturalista, en cambio, entiende que hay un conjunto de valores que, según muchos de sus pensadores, conforman el derecho natural que en general es emanación de la razón humana, de su naturaleza. Estos valores, según el matiz que se adopte, o son un prius en la formación del derecho (Santo Tomás), o se expresan y adquieren carácter funcional a través del derecho positivo (Kant), o son el sustento de la legitimidad de la legislación humana (Hobbes), o, en fin, son mecanismos para subsanar lagunas y antinomias en el ordenamiento. Hay vertientes con similares valoraciones que, no obstante, no acuden explícitamente al derecho natural, como la visión secular de Fuller que habla de la moralidad innata de la ley como guía para el legislador.

 

Todo esto tiene matizaciones que se omiten en aras de la brevedad.

 

En todo caso, mientras el positivismo exalta la ideología de la justicia como producto riguroso de la aplicación de normas preestablecidas en la generación normativa, lo cual es una garantía para el individuo, el jusnaturalismo cree que el valor justicia está por encima de la norma; es un estándar que esta debe cumplir.

 

En su momento, cuando se creía que la afectación del Estado de derecho provenía principalmente del abuso del gobernante, el positivismo prestó un gran servicio a la concepción liberal del Poder Público. Fue un portentoso instrumento de control. La ley como garantía ciudadana es algo que la cultura jurídica ha incorporado ya como legado indeleble. Pero en la primera mitad del siglo XX, irrumpe otra realidad: sobre la base del cumplimiento exquisito de la legalidad, incluso mediante copioso sufragio universal, el mundo vio con horror la instauración de crueles dictaduras que llevaron incluso a confrontaciones armadas de ámbito global. En este escenario histórico, el derecho registra, como acabamos de ver, un cierto renacimiento de formas nuevas de jusnaturalismo con el propósito de mantener viva una apelación a principios que permitan frenar el abuso.

 

Aunque fui educado en el marco del más recio positivismo, rápidamente encontré que este era insuficiente para abordar el problema de la justicia desde una dimensión más amplia. Fui alumno de Werner Goldschmidt y con su guía conocí la visión trialista que promueve la integración del valor justicia al lado de la conducta y de la norma.  Hay otras voces: por ejemplo, Hart, cuya concepción de la ley dista mucho de las ideas de Bentham y Austin y la ha nutrido de un examen de las prácticas sociales de la comunidad, ha admitido la necesidad de ciertas normas fundamentales que él llama “contenidos mínimos de ley natural”. Dworkin, a su vez, sostiene que en las normas hay, a la vez, reglas y principios, punto de vista que hace presencia frecuentemente en nuestra jurisprudencia constitucional. Esto simplemente muestra que la discusión hoy tiene una dimensión distinta y que la cuestión de los valores es insoslayable.

 

En tal sentido, estoy de acuerdo con la Corte en cuanto establece que aquellos elementos esenciales, tales como el Estado social de derecho, el pluralismo y la dignidad de la persona humana no pueden ser modificados por el Congreso.

 

Creo, además, que esta línea de pensamiento, si bien no es unánime, tiene amplísimo espacio en el constitucionalismo contemporáneo. Un análisis de la doctrina de la Corte recibe apoyo en la generalidad de la doctrina.[3]

 

De cierto modo, incluso, la Corte ha fijado una posición moderada, por cuanto en vez de pregonar la existencia de cláusulas insustituibles, ha preferido argumentar que ellas no existen, ni siquiera con carácter implícito, y limitar los efectos de la doctrina a los vicios de competencia del Congreso, no admitiendo, como reiteradamente lo ha señalado, la posibilidad de atacar un acto de reforma por vicios materiales o de contenido.

 

Algunos han dicho que la remisión a los vicios de competencia es un artificio que encubre la realidad ya que estos equivaldrían a vicios materiales. No es cierto, por cuanto la Corte ha dejado abierta la puerta para que se llegue a la sustitución de la Constitución por vías extraordinarias. “Lo anterior no impide que el poder constituyente, stricto sensu, adopte una nueva Constitución en sentido formal y material y la propia Carta no excluye esa posibilidad al prever (...) un procedimiento agravado de reforma que podría eventualmente permitir una sustitución jurídicamente válida de la Constitución vigente, siempre que el pueblo soberano así lo decida expresamente” (Sent. C-1200/03).

 

Una mirada al desarrollo del derecho internacional le da sustento adicional a este razonamiento. A título de ejemplo, la puesta en vigor de la Carta Democrática Interamericana, que concreta los elementos esenciales de la democracia como “el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales, el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho, la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo, el régimen plural de partidos y organizaciones políticas y la separación e independencia de los poderes públicos” (art. 3º.), cuya ruptura permite la exclusión del gobierno de que se trate del sistema interamericano, ¿no es acaso muestra de un elenco de valores que obligan a los estados a su preservación?

 

Historia constitucional

 

Interesa ahora observar que este problema no se ha limitado al tratamiento jurisprudencial reseñado.

 

También en la elaboración de nuestras diversas constituciones, sus diseñadores han acometido la cuestión mediante el uso de diversas fórmulas.

 

En varias ocasiones se pretendió resolver el problema acudiendo a las llamadas cláusulas pétreas. Por ejemplo, la Constitución de 1821 dijo que eran intocables la independencia frente a la monarquía, la soberanía, la forma de gobierno popular y representativo y la separación de las tres ramas del poder. Hay cláusulas semejantes en las de 1830, 1832 y 1843.

 

Por el contrario, la Constitución de 1991 flexibilizó notablemente la reforma de sí misma. Ahora puede hacerse en el lapso de un año. Hay tres mecanismos distintos para lograrlo. Señaló (con todas las limitaciones descritas) que las reformas solo pueden ser controladas por vicios de forma. Y, por fin, ante la propuesta de congelar el cambio durante ocho años, prohibiendo su reforma durante ese lapso, la plenaria de la Constituyente rechazó semejante idea por 40 votos, contra tres abstenciones y solo uno positivo.

 

No obstante, vale recordar una institución emparentada con esta materia. La Carta prevé que, si el Congreso modifica los derechos fundamentales y sus garantías, los mecanismos de participación popular o el Congreso mismo, un 5 % de los ciudadanos puede forzar la celebración de un referendo, de modo tal que el voto negativo de la mayoría produce la derogatoria de la reforma (art. 377).

 

Aunque no sea una afirmación rotunda de los límites, sí deja entrever un mecanismo de contención mediante el llamado al cuerpo ciudadano.

 

Los riesgos actuales

 

Hasta ahora hemos encontrado lo siguiente: la Corte no está huérfana en su posición. Hay un hilo filosófico nada desdeñable que le brinda sustento. También en el plano político, en las actuales circunstancias históricas, la preservación del núcleo central del constitucionalismo es una salvaguarda necesaria contra la tiranía como lo fue en su momento la concepción positivista. Y, por fin, en el terreno de la hermenéutica y del derecho procesal constitucional, el tratamiento del vicio de competencia es adecuado.

 

Pero eso no quiere decir que haya que cerrar los ojos ante la crítica, no para darle la razón, pero sí para reconocer que las decisiones de la Corte encarnan ciertos riesgos que es necesario examinar. 

 

En primer lugar, la dificultad de esclarecer cuáles son en concreto los casos de sustitución de la Constitución genera una línea móvil que puede tornarse sinuosa en función de las circunstancias. De cierto modo, en presencia de una Corte con agenda política partidista (que no es el caso actual), la volubilidad de esa línea sutil puede llevar a cobijar con el estigma de la sustitución a aquellas reformas que no correspondan a esa agenda. El mayor desafío para la Corte es esclarecer dónde está el límite de aquellas normas que el Congreso no puede sustituir.

 

En la sentencia del referendo, C-551, se delinearon los elementos más protuberantes: cambiar la república por la monarquía, la democracia por la dictadura o el estado de derecho por el totalitarismo.

 

Luego vinieron las sentencias C-970 y C-971 del 2004. Allí hubo cambios en los criterios originales, con base en las consideraciones expuestas en la Sentencia C-1200 del 2003 (primera en referirse al control de un acto legislativo) la cual profundizó en la cuestión de la cobertura de la noción de sustitución y en la metodología para descubrirla.

 

Especial mención merece la Sentencia 588 del 2009 sobre carrera administrativa. Inicialmente, fue recibida con cierta perplejidad. Algunos pensaron que se había llegado al extremo de aplicar el juicio de sustitución a una figura importante, pero quizás no definitoria del esquema básico. Pero bien leída ahora, es enteramente razonable. Los valores en juego están relacionados con la urdimbre central del sistema constitucional. En ella, además, se profundiza sobre otras formas: la distinción entre reforma constitucional y la destrucción, la supresión, el quebrantamiento y la suspensión de la Constitución. De igual modo, amplía el rango de análisis a la sustitución.

 

En efecto, establece nuevas formas, sustitución por suspensión y sustitución tácita. El acto legislativo “al igual que suspende efectos de algunas disposiciones superiores, sin que dicha suspensión se encuentre prevista en una regulación legal-constitucional, lo cual es susceptible de configurar una nueva forma de sustitución de la carta, además de propiciar modificaciones tácitas con menoscabo del status constitucionalmente reconocido y asegurado a todos los asociados, sin distinción”. Importante reseñar que en esta misma sentencia la Corte define que la estructura básica debe buscarse en la propia Constitución, en sus valores y principios y en el bloque de constitucionalidad. Esa afirmación contribuye a evitar la búsqueda sin fin en ideas doctrinarias y políticas.

 

Lo cierto es que esta cuestión de los confines del poder de la Corte es un tema aún inacabado (como lo reconoce ella misma en la sentencia sobre el Estatuto Antiterrorista)[4]. De igual modo, en la Sentencia C-285 de 2016 (Equilibrio de Poderes) agrega un elemento nuevo que, aunque válido en un estricto campo hermenéutico, abre aún posibilidades adicionales al poder de la Corte mediante una elaboración difusa de los confines de esa competencia. Dijo lo siguiente: “Así, preocupa al Ministerio Público la discrecionalidad con la que cuenta el juez constitucional al construir los ejes definitorios del ordenamiento superior, es decir, los estándares del juicio de validez, pues en realidad estos no corresponden a ninguna disposición expresa del texto constitucional. Esta dificultad, sin embargo, se extiende a la actividad argumentativa que se despliega en toda labor jurisdiccional, puesto que, en últimas, la decisión judicial, particularmente en el escenario constitucional, no se obtiene de aplicar directamente las previsiones constitucionales como tales a los casos concretos, sino que el proceso de subsunción presupone construir las sub-reglas controlantes del caso, a partir de la interpretación y articulación de todo el entramado constitucional; es decir, la premisa mayor del razonamiento judicial nunca es un texto jurídico “en bruto”, sino una sub-regla creada por el operador jurídico, a partir de los contenidos normativos establecidos por el constituyente y por el legislador”.

 

La Corte afirma que su marco es la Constitución. Pero en este caso, una frase como esa, inobjetable como es, a la hora de su aplicación permite un margen amplio. En palabras de Schmitt, “el protector fácilmente se convierte en árbitro y señor de la Constitución, produciéndose, así, el peligro de una doble jefatura del Estado”.

 

Una segunda inquietud se relaciona con el riesgo de osificar el cambio constitucional, algo que ya padecimos en épocas anteriores a la Asamblea Constituyente de 1991. Si se exagera la teoría de la sustitución, ello puede verse repetido. Una visión expansiva de los temas vedados genera un congelamiento del sistema político, lleva al inmovilismo y, por fin, a los escenarios de ruptura.

 

Merece una especial mención la segunda sentencia sobre Equilibrio de Poderes (C-373 de 2016). En el plano procedimental, hay algunas precisiones sobre la demanda en el juicio de sustitución y sobre la actividad de la Corte en su interpretación. Pero lo vistoso de esta sentencia es que, más allá de sus sólidas mediaciones sobre la separación de poderes, el resultado político final es resultado de un recorrido inverso al que exhibe la doctrina constitucional contemporánea. Mientras esta ha venido de manera persistente cerrando espacio a la idea de que la solidez del sistema constitucional y el bien común exigen ciertas esferas discrecionales en el juzgamiento de los poderosos, la sentencia más bien apela a interpretaciones que evocan viejas ideas de la razón de estado al momento de juzgar conductas ilegítimas.

 

Aunque la Corte asevera que sus conclusiones no abrevan en formas de impunidad, lo cierto es que, al menos en el plano sociológico, mantener la suerte penal y disciplinaria en manos de un antejuicio político en el Congreso (en especial la llamada Comisión de Acusaciones) indica un cierto aislamiento de la Corte frente a la opinión generalizada. No sería grave si se tratara de una cruzada contramayoritaria en beneficio de la transparencia y la cada vez más aguda necesidad de transparencia y responsabilidad en los altos poderes. Por otro lado, resulta extraña la apelación al bien común y la sostenibilidad del régimen constitucional, como si impedir el archivo in limine de las correspondientes investigaciones por razones extra jurídicas afectara esas nociones.

 

Dice la Corte: “Esta garantía de la independencia y autonomía se suprime en el diseño constitucional previsto por el Acto Legislativo 02 de 2015 al no permitir la participación de Congreso en la valoración de los méritos para seguir adelante con la acusación contra los funcionarios judiciales aforados”.

 

Y luego: “En las condiciones anotadas, el nuevo régimen impide que en los procesos de acusación y juzgamiento de magistrados se efectúen valoraciones asociadas con la estabilidad de las instituciones, a la protección de régimen constitucional o, en suma, el bien común y, por lo tanto, a diferencia del esquema diseñado por el Constituyente originario, la acusación y el juzgamiento por la comisión de delitos comunes o de delitos cometidos en el ejercicio de las funciones solo puede tomar en consideración el régimen sancionatorio correspondiente, mas no razones vinculadas al bien común, con lo que opera un cambio en el parámetro de valoración de la conducta de los aforados”. (106.2)

 

Ya antes, en la misma sentencia, había dicho: “Esta modificación no se reemplaza con otra garantía y por ello se incrementan los riesgos de ‘interferencias indebidas provenientes de intereses extra jurídicos” susceptibles de ‘canalizarse por cualquier conducto de funcionarios de investigación y juzgamiento’”. Curioso que una Comisión de Aforados nacida en la entraña del Poder Judicial sea más vulnerable a intereses indebidos que la tradicional Comisión de Acusaciones.

 

En tercer término, es indispensable precisar los contornos prácticos de la idea del constituyente primario. Si bien la mencionada arquitectura jurídica puede pasar un examen abstracto, no pocos juristas califican la noción de constituyente primario como una brumosa teoría sin asidero, hasta afirmar que se trata de una idea ya agotada. Al descender al mundo de lo práctico, surgen varias debilidades.

 

No siempre el pueblo tiene la capacidad para organizar el Estado. A veces procede con una volubilidad asombrosa.

 

A esa limitación de sicología social, se suman problemas culturales. Países como Colombia no tienen el hábito de la participación. Las exigencias imposibilitan los esfuerzos más denodados.

 

Por fin, hay que evitar caer en la tentación de acudir a buscar valores extra-constitucionales. Corresponde a la Corte mantener una visión restrictiva de los límites y basarse exclusivamente en valores y principios consignados explícitamente en la Constitución. El preámbulo habla de libertad e igualdad. Su articulado y la propia convocatoria de 1991 integró la noción de democracia participativa. La base de la Constitución es la independencia nacional. Toda la Constitución orbita alrededor de la dignidad humana. Solo aquellas reformas directa y específicamente ligadas a estos principios caerían en la esfera restrictiva.

 

En lo político, las preguntas implícitas serían estas: ¿debe el constitucionalismo colombiano precaver, por ejemplo, la llegada al poder de un populismo que termina menoscabando libertades esenciales al estado de derecho so pretexto de aplicar ideales revolucionarios? ¿Y para evitar los abusos que de ello puedan derivarse, el antídoto pasa por dificultar la sustitución de la Constitución? ¿Y, sobre todo, mantener en la Corte la llave de la urna donde reposan, en forma aún borrosa, tales principios superiores?

 

Porque en todo caso no se puede ahorrar esfuerzo para impedir que se llegue a la situación inversa, definida así por Bobbio:  “en los brazos protectores del derecho natural han encontrado refugio una y otra vez, según los tiempos y circunstancias, las morales más diversas, tanto una moral de la autoridad como una moral de la libertad; han sido proclamadas tanto la igualdad de todos los hombres como la necesidad del régimen de esclavitud; tanto la excelencia de la propiedad individual como la excelencia de la comunidad de bienes, tanto el derecho de resistencia como el deber de obediencia”[5] Pero también es cierto que bajo el disfraz positivista de la pulcritud genética de las normas, se esconden hoy gobiernos populistas que usan la democracia para afectar el corazón mismo de la democracia.

 

Si en defensa de principios democráticos, la Corte ha tejido una doctrina jusnaturalista que, de contera, le brinda una potestad especialmente relevante, y no se esmera en autolimitar sus facultades, pudiera ella misma convertirse en Leviathan que define sin control los límites de su propio poder.

 

De la madurez de la Corte depende que no haya creado un Frankenstein.

 

[1] Frase de Berlia citada en Vélez García, Jorge, Proceso de reforma de la Constitución, Universidad Sergio Arboleda, Bogotá, 2005.

[2] Bobbio, Norberto. El problema del Positivismo Jurídico. Fontamara. México. 1991

[3] Ver la magnífica obra Límites de la reforma constitucional en Colombia de Gonzalo A. Ramírez Cleves, Universidad Externado, Bogotá. 2005

[4] Es recomendable que la Corte unifique el apelativo que debe enmarcar esta institución. Se entiende que haya usado en un principio una colección de sinónimos. Pero ya es hora de solidificar una denominación técnica. En efecto, ha hablado de elemento esencial definitorio, opción política fundamental, modelo constitucional, valores meta-jurídicos, decisiones políticas fundamentales, eje axial, eje definitorio y estructura básica.

[5] Op. Cit. Pg. 81.

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