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Actualizado hace 9 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis


La definición de la propiedad en Colombia y la reducción de incertidumbre en la economía de mercado

02 de Septiembre de 2020

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Dr. iur. Santiago Dussan, LL.M. (Cologne)

Profesor de análisis económico del Derecho de la Pontificia Universidad Javeriana, sede Cali

@santiagodussan

 

En el contexto del Estado democrático, en donde el gobernante es el poseedor temporal del uso de los bienes del Estado –y no dueño de su valor capital–, el Derecho es su principal monopolio. El Derecho es la manifestación de la voluntad del gobernante y se expresa en la legislación. Me refiero a legislación en el sentido más general del término y, en esta misma línea, en Colombia comprendería no solo la norma jurídica que expide el órgano legislativo, sino también la Constitución Política, los decretos a nivel nacional, departamental y municipal, etc.

 

En otras palabras, el Derecho se agota en la legislación, y esta, en la manifestación de voluntad del gobernante. Tanto es así, que el estudio del Derecho se agota, de nuevo, en la manifestación de voluntad de los agentes del Estado. De hecho, entre más vasto y detallado sea el conocimiento de la legislación, mejores las calificaciones del estudiante de Derecho promedio y, probablemente, más prometedor su futuro.

 

Así, la propiedad privada es objeto de definición de la legislación. Ya no será más una institución jurídica con la cual, en un contexto de escasez, se evita el conflicto entre agentes al momento en el que un mismo medio se quiere asignar a cursos de acciones mutuamente excluyentes, y que otorgue a su titular control sobre ciertos medios, bien a través de apropiación originaria, o por una serie de intercambios voluntarios.

 

La propiedad como derecho

 

A partir del artículo 58 de la Constitución Política, la propiedad es un derecho, pero también es función social. Una implicación de esto es que el titular de aquel puede asignar sus medios a los cursos de acción que prometan la consecución de sus fines, teniendo en consideración no solo los derechos de sus semejantes, sino que en tal asignación no haya conflicto con uno o más intereses públicos. Estos también son objeto de definición del Estado por medio de su legislación. Y consecuencia lógica es que se es dueño, pero solo hasta tanto se identifique un interés público.

 

Si se adopta una visión holística de la sociedad, y esta experimenta necesidades propias y distinguibles de las individuales, se tiene que concluir que la urgencia de las necesidades sociales es superior a la de las individuales, y estas deben sucumbir ante aquellas. Identificando un interés social, el Estado puede extraer coercitivamente recursos de una parte de la población y entregarlos a otra. También puede determinar coercitivamente su movilización hacia cursos de acción específicos que él considere superiores, no permitiendo que se asignen hacia aquellos que individualmente sería más deseables y que en ausencia de tal coerción se atenderían con mayor urgencia.

 

Desde la ortodoxia económica, el que la propiedad sea una función social es una respuesta institucional a que las asignaciones de la misma que resultarían de un mercado libre serían ineficientes. Si se parte de la –cuestionable- premisa de que el mercado sea capaz de alcanzar un punto de equilibrio, cualquier asignación de recursos que resultase en un beneficio marginal social superior al beneficio marginal privado se identificaría como una externalidad positiva.

 

En esta situación, ciertos intercambios impactarían positivamente la función de utilidad de terceros, de manera inadvertida y sin contribuir nada a cambio. Sin que los precios del mercado sean capaces de capturar la totalidad del beneficio que se genera, algunos productores de ciertos bienes y servicios no experimentarían los suficientes incentivos para producirlos –al menos no en la cantidad o calidad que el resto de agentes esperaría. Las respuestas institucionales a esta falla del mercado son varias.

 

Así, descartando el subsidio y la monopolización de la producción, se optaría por exigir del benefactor que siga generando tal beneficio. Es acá donde cabe la función social de la propiedad. El Estado exige del propietario que haga con su propiedad ciertas cosas que en ausencia de la coerción no haría, en favor del interés social.

 

Que la propiedad sea una función social implica que es el Estado el que determina que los factores de producción se movilicen hacia los cursos de acción previstos por el mismo, independientemente de quiénes sean formalmente sus dueños. Así, es esa definición la que estratégicamente sirve de elemento habilitante de la planificación central. El criterio con el que se asignan los recursos será entonces la voluntad del gobernante –según lo que presente como intereses públicos, y no de acuerdo a la información acerca de los distintos grados de urgencia y escasez relativa que provea el sistema de precios en un mercado libre.[1]

 

El confinamiento por el covid-19

 

Una particular manifestación de esto ha sido la expedición de distintos decretos en el contexto del confinamiento obligatorio que ha ordenado el Estado colombiano con la pandemia del covid-19.

 

Por decreto, la cuarentena obligatoria comenzó en Colombia el pasado 25 de marzo, inicialmente por 19 días. Después de esto, con decretos subsiguientes se ha extendido progresivamente, al igual que las distintas excepciones que se han contemplado. Al momento de escribir este texto, se determinó un “aislamiento selectivo preventivo”, a partir del 1º de septiembre.

 

A juzgar por lo determinado en esos decretos, aún hay incertidumbre respecto de lo que depara el futuro. Se desconoce cuándo los colegios y las universidades volverán a la normalidad, así como también cuándo abrirán todos los sectores económicos. A ello se le suma el prospecto cada vez más cierto de una reforma tributaria que promete ser ejemplarizante. Por medio de decretos, los agentes han conocido que la voluntad del gobernante moviliza y detiene recursos con una firma.

 

Que por medio de instituciones jurídicas aumente el grado de incertidumbre respecto del futuro es injustificable. Por el contario, podría argumentarse que la eficiencia de aquellas se reconoce en función de su capacidad para reducir incertidumbre[2]. Lo que más preocupa de esto es el efecto económico que se puede anticipar al no tomarse en serio esa particular función de la institución jurídica en general. No pudiéndose imaginar el mañana[3], los agentes asumen que su oferta de bienes presentes es mayor a la del futuro. En lo que a ellos respecta, lo que tienen hoy lo tendrán en menor cantidad mañana, ya que la producción no podrá continuar normalmente por orden presidencial. Siendo así, lo que no consuman hoy probablemente no podrán consumirlo mañana.

 

Oferta de recursos

 

Así, descontando fuertemente el futuro, se ven los agentes del mercado avocados al consumo presente. Para poder hacer inversiones, el futuro demanda del presente la creación de la oferta necesaria de recursos, la cual solo se puede generar realmente con ahorro –con sacrifico de consumo presente en favor de la inversión futura–. Estos cursos de acción productivos que tendrían por objeto la satisfacción de necesidades de los consumidores futuros se dejarán de emprender, así como se dejarán de demandar factores de producción idóneos para tales procesos productivos.

 

Disminuyendo esta demanda de bienes de producción, como la del trabajo, disminuyen sus precios, lo cual se traduce en menos ingresos en términos de salarios de un buen número de trabajadores, entre otros temas. A esto se le puede sumar la mayor certidumbre de un alto de grado de expropiación en el futuro, asociada a cualquier inversión que se esté contemplando en el presente, como causa de la reforma tributaria anunciada, que promete una mayor extracción de varias fuentes de ingreso. Menos riqueza en el futuro significa menos bienestar.

 

En últimas, el bienestar individual está en vilo, contando con menos riqueza en el futuro que, por gobierno de la ley de utilidad marginal, lleva a los individuos a sobrevivir atendiendo las necesidades más urgentes –y sacrificando las menos urgentes–, aquellas que civilizan la vida en sociedad. Me refiero con ello a la gran limitación de las oportunidades de los individuos de contemplar el mundo, lo que solo se puede hacer con el suficiente ocio que resulta de una expansión constante de la riqueza.

A su vez, tal crecimiento de la hacienda individual solo es posible, de manera sostenible, a partir de los intercambios voluntarios que tienen por principio habilitante que los agentes sean dueños de sus cosas y de los frutos de su producción, sin ser esclavos de los vaivenes de la voluntad estatal y de los altos grados de incertidumbre que ella es capaz de generar.

 

El Derecho puede facilitar o entorpecer este proceso. El monopolio que detenta el Estado, junto a la mencionada forma de definir la propiedad, ha logrado lo último. Lo otro cierto es que, desde hace varios años, ya se contaba con este marco institucional que habilita ese entorpecimiento. Tan solo fue determinante una pandemia para haber acortado el tiempo en el que ello dejará de ser tan solo latente, para volverse patente. Sinceramente, esto es lo que más aterroriza de la mencionada “nueva normalidad”.

 

[1] Ludwig Von Mises, Economic Calculation in the Socialist Commonwealth (Auburn: The Ludwig von Mises Institute, 1990).

[2] Linda A Schwartzstein, “Austrian Economic View of Legal Process, An,” Ohio State Law Journal 55 (1994): 1049.

[3] Israel M. Kirzner, The Meaning of the Market Process: Essays in the Development of Modern Austrian Economics (New York: Routledge, 1992).

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