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¿Más vale tarde que nunca? Colombia y su deuda histórica con la prevención de la tortura

¿De qué sirve ratificar instrumentos internacionales que prohíben la tortura si, en la práctica, el Estado no transforma las condiciones estructurales que la posibilitan?
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24 de Abril de 2025

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Juan Camilo Velásquez Tibocha
Abogado de la Universidad Externado de Colombia, candidato a magíster en Derecho Penitenciario y Cuestión Carcelaria en la Universidad de Barcelona

El 2 de abril de 2025, la Corte Constitucional profirió la Sentencia C-121 de 2025 (comunicado de prensa No. 10), mediante la cual declaró la constitucionalidad del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, así como la exequibilidad de la Ley 2371 de 2024, que aprueba dicho instrumento internacional. Esta decisión representa un paso esencial en la consolidación del compromiso del Estado colombiano con la protección efectiva de los derechos humanos, en especial de aquellas personas sometidas a regímenes de privación de la libertad.

El Protocolo Facultativo, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 18 de diciembre de 2002, constituye una herramienta internacional de la mayor relevancia en la lucha contra la tortura y los malos tratos en contextos de reclusión. En su calidad de instrumento complementario de la Convención de 1984, su objetivo principal es la prevención, a través de un sistema de visitas periódicas a los lugares de detención, tanto por parte de un Subcomité Internacional de Prevención como de mecanismos nacionales independientes que los Estados creen o designen para tal fin. De esta manera, el protocolo adopta un enfoque proactivo y preventivo frente a las violaciones de derechos humanos en contextos de privación de la libertad, consolidándose como una de las expresiones normativas más avanzadas del derecho internacional de los derechos humanos.

Que Colombia haya aprobado dicho instrumento –más de dos décadas después de su promulgación– representa una decisión tardía, pero significativa. La ratificación del protocolo impone al Estado colombiano la obligación de implementar sus disposiciones en el orden interno, lo cual exige mucho más que la sola incorporación normativa. Se requiere una acción interinstitucional articulada, en la que el legislador, el Ministerio de Justicia y del Derecho, el Inpec, la Rama Judicial y otros actores clave del sistema penal, asuman un compromiso real y sostenido con la transformación estructural de las condiciones de detención, de modo que se garantice un cumplimiento material, efectivo y no meramente formal de los estándares internacionales.

En ese sentido, invito al lector a reflexionar sobre el alcance y los desafíos que implica la implementación del Protocolo Facultativo en Colombia, así como sobre el sentido jurídico-político de su adopción tardía. En un Estado social y democrático de derecho, la protección de la dignidad humana no puede seguir siendo una promesa aplazada, y el cumplimiento de los compromisos internacionales en materia de derechos humanos debe dejar de estar subordinado a coyunturas internas o a inercias institucionales. La decisión de la Corte Constitucional, aunque jurídicamente acertada, interpela directamente al aparato estatal y a la sociedad colombiana en su conjunto sobre la necesidad impostergable de erradicar la tortura y los tratos inhumanos de todo espacio de privación de la libertad, garantizando así que los centros de detención no se conviertan en territorios de exclusión del derecho –¿Un problema adicional al estado de cosas inconstitucional declarado en materia penitenciaria y carcelaria?–.

Así las cosas, la Corte puso de presente la sincronía existente entre el ordenamiento nacional con los desarrollos contemporáneos del derecho internacional de los derechos humanos. Esta decisión no solo reconoce la plena compatibilidad del instrumento internacional con los principios y normas de la Constitución Política, sino que también plantea un desafío institucional: La necesidad de pasar de la suscripción formal de compromisos internacionales a su implementación material, efectiva y sostenida.

Desde una perspectiva funcional, el Protocolo establece un sistema articulado de monitoreo mediante visitas periódicas a lugares de privación de libertad, realizadas por órganos independientes tanto internacionales como nacionales. En su artículo 1º, fija como objetivo principal la prevención de la tortura y de otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, lo cual supone una transformación en la forma en que los Estados abordan la protección de las personas privadas de libertad y el ejercicio del ius puniendi: ya no desde una lógica de reacción frente a las violaciones ocurridas, sino desde una estrategia de anticipación y control estructural.

El Protocolo, además, introduce un mecanismo dual de prevención. A nivel internacional, crea el Subcomité para la Prevención de la Tortura (art. 2º), órgano técnico del Comité contra la Tortura que, bajo principios como la confidencialidad, la imparcialidad y la objetividad, está facultado para realizar visitas a los lugares de detención, emitir recomendaciones, evaluar condiciones y brindar asistencia técnica a los mecanismos nacionales de prevención (art. 11). A nivel interno, cada Estado parte se compromete a establecer, designar o mantener uno o varios mecanismos nacionales de prevención (art. 3) con el deber de cooperar con el Subcomité y garantizar su acceso irrestricto a los centros de reclusión, así como a la información necesaria para el cumplimiento de su mandato (art. 12).

En su decisión, la Corte Constitucional destacó que las disposiciones del Protocolo no solo son respetuosas de la soberanía nacional, sino que refuerzan el cumplimiento de normas superiores contenidas tanto en la norma superior como en el bloque de constitucionalidad. La prohibición absoluta de la tortura, en tanto norma de ius cogens, impone a los Estados un deber reforzado de prevención, el cual adquiere operatividad mediante herramientas como las contempladas en el Protocolo. Por ello, lejos de contrariar la Constitución, el instrumento fortalece su alcance material y amplía las capacidades institucionales del Estado para garantizar la dignidad humana en contextos de especial vulnerabilidad.

De este modo, la constitucionalidad del Protocolo Facultativo no puede entenderse como un simple trámite jurídico, sino como un hito que impone una agenda normativa y operativa orientada a la construcción de un modelo carcelario centrado en la dignidad humana. Esta tarea, si bien exigente, es indispensable para cerrar las brechas entre el derecho internacional de los derechos humanos y la realidad penitenciaria del país.

Una vez analizado lo anterior vale preguntarse ¿de qué sirve ratificar instrumentos internacionales que prohíben la tortura si, en la práctica, el Estado no transforma las condiciones estructurales que la posibilitan? Esta pregunta, lejos de ser retórica, resume el desafío que enfrenta Colombia tras la declaración de constitucionalidad del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura. Con la Sentencia C-121 de 2025, la Corte Constitucional ha cumplido su papel: verificar que el contenido del instrumento sea conforme con la Carta Política. No obstante, el verdadero juicio sobre la eficacia de esta norma recaerá en la capacidad del Estado para implementarla de manera integral y efectiva.

El valor jurídico y político del Protocolo no reside únicamente en su suscripción o incorporación al ordenamiento interno, sino en la institucionalización de una cultura preventiva frente a la tortura y los malos tratos. Ello exige más que voluntad: requiere decisiones presupuestales, reformas normativas, fortalecimiento institucional y un compromiso ético y técnico con la dignidad humana como principio rector del sistema penal. La adopción tardía del Protocolo es una oportunidad para saldar una deuda histórica, pero solo si se traduce en acciones que impacten de forma tangible la vida de quienes, en los márgenes del sistema, más necesitan del Derecho para proteger sus derechos.

Así pues, la sentencia de la Corte no debe ser entendida como un punto de llegada, sino como un punto de partida. Lo que está en juego no es solo la adecuación formal del ordenamiento jurídico colombiano a los estándares internacionales, sino la credibilidad misma del Estado social y democrático de derecho. El tiempo de las excusas ha terminado. Ahora, corresponde a las instituciones actuar.

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