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Horacio Montoya Gil, el abogado de Dios

05 de Noviembre de 2013

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Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005. 

 

“Disfrutaba cacharrear con su Renault 6; ver, los domingos (...) su programa favorito: ‘Don Chinche’; y, como el más engomado de los niños, quemar pólvora con sus hijos en navidad”

 

Por Roberto Gordillo

 

En la pared frontal de la Secretaría de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia está, en blanco y negro, el retrato de Horacio Montoya Gil. Con su cara blanca y rellena. La nariz gruesa y los labios delgados. Con sus prominentes gafas bifocales de montura negra. El cabello negro, ondulado y abundante, peinado hacia atrás, tupido de canas a los lados, alrededor de sus patillas.   

 

Ahí está todavía su presencia, sin cumplir edades de retiro forzoso, sin vencimientos de periodos constitucionales, desde septiembre de 1983, cuando llegó a la cumbre de su carrera, a la Corte Suprema, como justa recompensa a una vida esforzada, que comenzó en 1934, en un frío poblado antioqueño.

 

San Vicente, capital de la cabuya, es el típico pueblo con iglesia y mercado en el parque central. En la despoblada vereda Las Frías nació Horacio Montoya. El mayor de 11 hijos, de una familia antioqueña numerosa, humilde y campesina. Muy católica. 

 

Rezaban el rosario todos los días. Desde niño, Horacio aprendió y aplicó al pie de la letra el catolicismo, el cual reafirmó años después, cuando fue sacristán de la parroquia de su pueblo.

 

A los tres años, la poliomielitis le dejó una indeleble huella en su carácter y en su pierna izquierda, que lo hizo cojear por el resto de su vida. En una edad en la que el juego y las destrezas físicas son fundamentales para relacionarse, él se forjó un temperamento tímido, solitario y retraído. Se consagró entonces al estudio, para el que sí tenía un prodigioso talento y vocación de sobra.  

 

Los dos kilómetros y medio que separaban a su casa de la Escuela El Canelo los recorría todos los días, a pie, de ida y de venida, por un camino destapado y pedregoso, para cursar primero y segundo de primaria, los únicos grados que ofrecía la escuela. Su bachillerato lo cursó en un internado lejano de su pueblo. Le dolía estar alejado de su familia.

 

Los estudios de Derecho en la Universidad de Antioquia los costeó con lo que ganaba de escribiente en juzgados o en el tribunal de Medellín. Indeclinable ante las penurias económicas, a los 29 años recibió su título de abogado, con una tesis laureada que fue publicada en la revista de la universidad, para comenzar una rutilante carrera en la Rama Judicial, en la que solo le bastaron 18 años, para encumbrarse en la Corte Suprema de Justicia.

 

El hogareño

En la tarde del 6 de noviembre, mientras estaba en su oficina, calmado, a pesar de la guerra que se libraba en el Palacio de Justicia, regañó por teléfono a Iván, su hijo, porque no estaba en la casa pendiente de sus cuatro hermanas y de su mamá.

 

¿Era regañón Horacio Montoya? No mucho, pero sí preocupado por su familia. Como se preocupó cuando encontró a su hijo, escondido en el baño de la casa, fumándose una colilla de cigarrillo, y en lugar de reprenderlo, abandonó el único vicio que tuvo: el Pielroja sin filtro.

 

A sus cuatro hijas nunca las dejó salir solas con muchachos. Los amigos tenían que ir a la casa, bajo el sistema de visitas colectivas y vigiladas. Su templanza y seriedad siempre inspiró miedo en los amigos de sus hijos. Horacio murió sin saber que su hija mayor, a escondidas, ya tenía novio.

 

La indisciplina de sus hijos y que les fuera mal en el estudio era de las pocas cosas que lo ponían de mal genio. Quería y exigía que sus hijos tuvieran el mejor desempeño académico. Gloria, su hija mayor,  solo una vez lo vio tomado: cuando Iván perdió un año en el colegio.

 

Sus afectos los brindaba mejor con sobriedad que con ternura. Esposo y padre de pocos besos, sin reconfortantes abrazos, menos de palabras cariñosas. Hasta en sus amores fue discreto y prudente. Con su cálida distancia y un inagotable sentido de la responsabilidad, les demostraba lo mucho que los quería.

 

A su esposa no le daba besos en público. La única licencia afectiva que se permitía con ella era pasarle el brazo por el hombro, al salir por las noches en el barrio Belén de Medellín, después de la comida, a darle la vuelta a la manzana. 

 

Con el regular sueldo que ganó como funcionario judicial, mantuvo a su familia sin ostentaciones, pero con decoro. Pagó a crédito su espaciosa casa en Medellín y para sus hijas siempre hubo un viaje a San Andrés como regalo de 15 años. 

 

La modestia de su hogar lo hacía más gratificante. Disfrutaba cacharrear con su Renault 6; ver, los domingos por las noches, en compañía de su familia, su programa favorito: Don Chinche; y, como el más engomado de los niños, quemar pólvora con sus hijos en navidad.

 

Aplomado y reflexivo

Si alguien quisiera hacer la versión contraria de la película El abogado del diablo, el protagonista, indefectiblemente, tendría que ser Horacio Montoya. La vanidad era el pecado capital favorito del diablo, por el cual, el abogado protagonista cayó en una satánica trampa. La vanidad de ser un abogado que pelea en los tribunales y con sus repetidos triunfos se hace poderoso y reconocido.

 

La película de Horacio Montoya es diferente. Esquivo de llamar la atención, prefería pasar inadvertido y llevar una vida sencilla, sin la jactancia y la notoriedad que acompañan al poder. Tan sencillo y poco vanidoso, que no le importaba montarse en una buseta, recién posesionado como magistrado de la corte, para ir a la estación del teleférico de Monserrate. Como nunca fue un abogado locuaz ni pugnaz, su timidez lo hacía sufrir cuando hablaba en público. Su estilo era aplomado y reflexivo.

 

Cuando fue profesor de Teoría General del Proceso, en la Universidad de la Sabana, pidió que otro profesor calificara el examen final de su hija, que también era su alumna. Gracias a sus enseñanzas, Gloria sacó una buena nota.

 

Trabajador infatigable y enamorado de su profesión, Horacio Montoya se encerraba por las noches, en el estudio de su casa, atiborrado de obras jurídicas, a estudiar y a trabajar. Ponía la única música que lo apasionaba, la clásica, y se sentaba frente a su portentosa máquina de escribir Remington, a redactar, sin mirar el teclado y rápido, con una impecable mecanografía, los capítulos de dos libros jurídicos que publicó.

 

Excesivamente religioso, madrugaba todos los días para ir a misa. Perteneció al Opus Dei y fue un lector apasionado de los textos de Monseñor José María Escrivá de Balaguer. Aunque no le gustaba la política, fue un conservador irrevocable. En 1982, votó por Belisario Betancur.

 

La película no tiene un final feliz. A los pocos días de su muerte, su hijo ingresó a los escombros del Palacio de Justicia y encontró, debajo de un montón de cenizas, la placa que identificaba la entrada del despacho de su padre. En un rectángulo metálico, frío, gastado y roñoso, está grabado en mayúscula sostenida su nombre y su cargo: Horacio Montoya Gil. Magistrado.

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