Ricardo Medina Moyano, un inspirador de justicia
05 de Noviembre de 2013
Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005.
“Muchas veces se le oyó decir a Ricardo Medina que lo primero que se debe esperar de un hombre es que esté de acuerdo consigo mismo”. Miguel Sánchez Méndez
Por Lina Andrea Morales Barragán
Baja estatura, manos atrás, cabello bien peinado aunque no muy corto, voz baja y paternal, que indicaba afecto y seguridad. La apariencia de un intelectual del siglo XIV. Así era Ricardo Medina Moyano.
Un hombre silencioso, pero trascendente, que nació en Bogotá, el 14 de marzo de 1930, en el hogar de don Jorge Medina López y doña Beatriz Moyano Rey. Su educación primaria la realizó en el Instituto de La Salle, en Villavicencio.
Después se trasladó a Tunja, donde estudió su secundaria en el Colegio Salesiano Maldonado y se graduó como bachiller el 18 de noviembre de 1947. Su siguiente paso en educación lo quería dar en el conservatorio, estudiando violonchelo, pero, como no tenía los recursos para comprar el instrumento, desistió de la idea y encaminó su rumbo hacia otra profesión: el Derecho.
Su amor por esta rama del saber lo cultivó en la Universidad del Cauca (Popayán), donde se graduó en 1953. Parte de esos estudios los pagó trabajando como telegrafista, oficio que realizaba su padre. El ser abogado nunca lo apartó del arte. Al contrario, logró conjugar los conocimientos de ambas disciplinas y ponerlas en un nivel muy alto: “Esta hermosa profesión, cuyo ejercicio, como el de las bellas artes, dignifica y ennoblece la ‘condición humana”.
Su hogar lo formó con Gladys María Rodríguez, con quien tuvo cuatro hijos: Italia, Álvaro, Sandra y María Ximena. Los dos primeros estudiaron Medicina y Criminalística y las dos últimas siguieron los pasos de su padre, al escoger el Derecho como proyecto profesional de vida. Su esposa y su hija Sandra lo acompañan en su nueva morada, a la que partió aquel fatídico 6 de noviembre de 1985.
Aunque murió joven, alcanzó a disfrutar a algunos de sus nietos. “Se sentaba en el tapete a jugar con ellos, pero eso no lo hizo con nosotros. Porque, cuando éramos niños, él siempre estaba estudiando, muy riguroso, con una disciplina draconiana”, cuenta su hijo Álvaro.
Era un estudioso y un gran conocedor. Pasaba la mayor parte del tiempo en su biblioteca, espacio primordial de su existencia en el que dejó gran parte de su identidad. En ella había dos elementos que resaltaban: una rosa blanca en el escritorio y la Biblia. La primera tenía el significado que tiene para José Martí en su poesía Cultivo una rosa blanca / en julio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca...; y la segunda siempre estaba abierta en el Salmo 91, dedicado a la protección de Dios. Conocía muy bien la Biblia y trataba de ser coherente con sus enseñanzas. Ponerlas en práctica era parte de su filosofía de vida.
No le gustaba la violencia y poseía una gran conciencia social. Se preocupó por dejar una marca sobre los valores humanos que debía tener y cultivar una persona. Fue un hombre muy generoso, recto y honesto. Y, con el paso del tiempo, fue adquiriendo una gran paciencia. No fue ostentoso: “Cuando llegaba a tener unos seis vestidos de paño negro, no volvía a comprar más. No se daba ese tipo de lujos”, cuenta Álvaro.
Siempre hacía mención a grandes escritores y a grandes hombres, entre otros a Ghandi, que fue uno de los personajes que más admiró, junto con Simón Bolívar. Tenía todo lo posible que se había escrito sobre Simón Bolívar. De lo que significó Ghandi para la India y de la práctica del yoga, extrajo algunos elementos para su vida y para formar la mayoría de los hábitos que lo acompañaron hasta el final de sus días.
Era 100% vegetariano y no consumía licores. Como era una persona muy nerviosa, aunque no lo parecía, y también temperamental, el yoga, que practicaba durante 45 minutos al día, en la mañana, lo llevó a aprender a manejar ese tipo de emociones. Además, dedicaba un tiempo para hacer deporte: salía los sábados y los domingos a trotar. Tenía la costumbre de levantarse todos los días a las 4:00 a.m. y se acostaba muy tarde.
A pesar de que siempre decía que antes de viajar al exterior había que conocer el país natal completamente, soñó con ir a Italia y a India, países de los que sabía mucho por haber leído sobre ellos. Este fue uno de sus sueños frustrados.
Uno de sus rasgos fundamentales, además del hecho de vestirse siempre de negro, fue ser maestro de la ironía. Su hija Italia señala: “Tenía un sentido del humor increíble. Él le sacaba a todo, muy finamente, el aspecto simpático y a veces era mordaz en sus comentarios”. Esa mordacidad era tan profunda, que se percibía también en sus gestos; sin embargo, con ella ejercía un gran poder de enseñanza.
La academia formó parte importante de su vida. Dictar clase era una de las cosas por las que sentía una pasión muy especial. Creía en la tesis bíblica de no dar el pescado, sino de enseñar a pescar; así como una fuerte convicción de que todo debía ganarse por méritos. Carlos Gálvez Argote, un alumno que lo recuerda con gran admiración, expresó: “No solo fue el gestor de una generación de abogados, sino de seres humanos”. En las aulas dejó su máxima de que no hay simplemente que caminar por la vida, sino, además, dejar huella.
Estudiantes de universidades como la Nacional, el Rosario, Los Andes, La Gran Colombia, el Externado y la Javeriana recibieron sus conocimientos. Al cumplir 15 años como profesor de la Universidad Nacional, en 1977, fue condecorado con la orden Camilo Torres. Pero este no fue el único galardón que recibió. También se le otorgó el título de Egresado Eminente de la Universidad del Cauca y el de Jurista Emérito por parte del Colegio de Abogados de Bogotá. Su labor en el Diario Jurídico, medio de divulgación jurídica muy importante en su época, duró 20 años.
Murió a los 55 años, pero vivió comprometido con lo que siempre quiso y con su familia. Sus hijos afirman convencidos que en el momento en que vio la muerte cerca, su último pensamiento debió ser para ellos. Porque, a pesar de las amenazas que recibió en los días que antecedieron a la toma, su gran preocupación nunca fue su seguridad, sino la de su familia. Prescindió varias veces de guardaespaldas y salía a caminar con toda tranquilidad. Tranquilidad que le daba el hecho de saber que siempre había procedido correctamente.
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