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Pedro Elías Serrano, un abanderado de la honestidad

05 de Noviembre de 2013

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Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005. 

 

“Este hombre, que se caracterizaba por su sencillez, siempre enarboló la bandera de la honestidad como principio rector de su vida y de sus actos, tanto así que el mayor miedo que lo acompañó era que lo tacharan de corrupto”

 

Por Lina Andrea Morales Barragán

 

La Corte Suprema no solo contó con grandes juristas del centro del país. En ella también se dieron cita, para velar por aquel derecho, principio y valor tan esquivo, pero tan necesario como la justicia, destacados profesionales del Derecho de otras latitudes del país.

 

Uno de ellos fue Pedro Elías Serrano Abadía, quien nació en Buenaventura e hizo de su Valle del Cauca una gran tierra para sembrar sus conocimientos, formar una familia y esparcir sus valores y buenos propósitos.

 

El 20 de noviembre de 1928, don Pedro Elías Serrano Valencia y doña María del Pilar Abadía trajeron al mundo a su único hijo y, por lo tanto, el más contemplado no solo por sus padres, sino por el resto de su familia, que, en su mayoría, eran mujeres. Si no hubiera sido por su abuela materna, por poco lo echan a perder consintiéndolo. Ella le entregó su cariño, pero lo corrigió cada vez que fue necesario y con eso logró no solo encaminarlo en la vida, sino convertirlo también en su personaje favorito, al que evocó durante toda su existencia.

 

Sus primeros años los vivió en Chocó, pero después se trasladó a Popayán para cursar sus estudios de primaria y secundaria en el Liceo de la Universidad del Cauca. Algo digno de mencionarse es que sus amigos de infancia siempre fueron adultos. Esa visión del mundo después de pasados los años, con las cargas y responsabilidades que en esa edad no se tienen y que en los juegos de niños ni siquiera pasan por la mente, fue el sustrato de sus pensamientos, la alegría de sus días y, posiblemente, su instrumento para transitar por la realidad.

 

Con el paso del tiempo, al terminar sus estudios elementales, viajó a Bogotá a estudiar Derecho en la Universidad Nacional, donde obtuvo su título de Doctor en Derecho y Ciencias Políticas, con una tesis sobre el delito de bigamia. Luego, se especializó en Ciencias Penales y Penitenciarias. Aquí comenzó su incursión en el universo de la abogacía, en el que dejó hondas huellas, tanto en su tierra natal como en la capital. Muchos de sus cargos los ejerció en Cali: Juez Primero Penal Municipal; Relator, Fiscal y Magistrado interino de la Sala Penal del Tribunal Superior, entre otros.

Se casó con Vilma Sandoval, con quien tuvo un hijo: Carlos Alberto. Sin embargo, en su vida existió otra persona que fue como su segundo hijo, su sobrino Juan Pablo Sandoval. Las áreas del conocimiento que escogió Carlos Alberto para desempeñarse profesionalmente fueron las Finanzas y el Comercio Internacional. Juan Pablo se dedicó al Derecho, conservando el antecedente familiar que le legó su tío.

 

Este hombre, que se caracterizaba por su sencillez, siempre enarboló la bandera de la honestidad como principio rector de su vida y de sus actos, tanto así que el mayor miedo que lo acompañó era que lo tacharan de corrupto, como recuerda su esposa. Fue muy estricto, sobre todo en su trabajo. No le gustaba delegar ninguna de sus tareas, pues quería encargarse personalmente de las grandes labores y, así mismo, de todos los pormenores que las mismas implicaban.

 

“La judicatura y la cátedra fueron su vida”, afirma su tío Luis Francisco Serrano. Su amor por el Derecho Penal lo motivó, junto con un grupo de destacados juristas, a fundar la Universidad Santiago de Cali. En los pizarrones de sus salones plasmó sus conocimientos, a través de las materias Elementos de Criminología, Legislación de Menores, Derecho Procesal Penal, Antropología Criminal y Ciencias Penales Penitenciarias, con las que impulsó a muchos a seguir sus pasos. La Universidad San Buenaventura también conoció su método de enseñanza, pues allí se desempeñó como catedrático. Precisamente, uno de sus sueños era dedicarse a la cátedra y a su familia, cuando se pensionara.

 

Sus gustos se debatían entre la pasión absoluta que sentía por la literatura de ciencia ficción, de la que era un lector incansable, y su amor incondicional por la música, sobre todo la clásica y la chocoana. Esta última, rasgo imprescindible de su identidad cultural y de su sentido de pertenencia a la región que lo vio crecer. Disfrutar de una buena película o de unas tantas, porque era un gran cinéfilo, y de la compañía de mascotas, como los gatos y los perros, sus preferidos, eran placeres que no cambiaba por nada.

 

Su gran sentido del humor y la costumbre y facilidad de convertir todo en verso fueron rasgos de su personalidad que sus familiares recuerdan con cariño. “Le gustaba tomarle del pelo a la gente”, dice su esposa, que, además, enfatiza en que era una persona muy casera y entregada a su hogar. Esa particularidad hizo que no fuera un gran viajero, aunque poseía un gran conocimiento de la geografía universal y de las culturas que la habitan. En el aspecto religioso, a pesar de ser católico y profesar una gran fe, no fue un practicante acérrimo. Una de sus grandes frustraciones fue que nunca aprendió a nadar.

 

En su vida profesional, cultivó éxitos y, como cuenta Luis Francisco, “por su vocación intelectual y su trayectoria jurídica, se hizo acreedor a varias condecoraciones”, cuya lista es larga: la Orden de Boyacá en el grado de Gran Cruz, dada por la Presidencia de la República en homenaje póstumo; Ciudades Confederadas del Valle del Cauca, otorgada por la Gobernación del Valle del Cauca; Honor al Mérito, por la Alcaldía de Cali y el Tribunal Superior de Buga; Honor al Mérito Judicial José Ignacio de Márquez, concedido por el Gobierno Nacional; Honor al Mérito, por la Universidad Santiago de Cali y Colegiado Honorario, por parte del Colegio de Abogados Penalistas del Valle del Cauca. Por último, su nombre es parte de la designación oficial del Palacio de Justicia de Cali.

 

Desempeñó varios cargos en la Rama Judicial, pero quizás el momento más feliz de su vida fue el día que lo nombraron Presidente de la Corte Suprema de Justicia para el periodo 1981-1982: la cúspide de su carrera profesional y una de sus grandes metas hecha realidad.

 

Y allí mismo, en la institución que conoció y disfrutó su buen humor, donde día tras día ejerció su profesión, se llenó de satisfacciones y, seguramente, también de preocupaciones. En el Palacio de Justicia, en donde soñó una vida más tranquila dedicada a la academia, terminó sus días, al lado de quien fue uno de sus mejores amigos durante sus últimos años: Fabio Calderón Botero.

 

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