Fabio Calderón Botero: la vida al servicio de la justicia
05 de Noviembre de 2013
Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005.
“Para qué tanta guerra/tanto cañón invicto / tanta granada / tanta sangre de niños derramada / ¡si el hombre mata al hombre en las trincheras! / ¡Venga la Paz!’, reza su ‘Plegaria por la paz”
Por Diana Saray Giraldo Mesa
Cuando Fabio Calderón Botero le declaró su amor a Elsie Rivera, le envió tres rosas rojas. 30 años después, el día de su aniversario, Elsie volvió a recibir tres rosas, con una tarjeta que decía que esas flores eran prueba de que el amor de los dos no había sido la simple luz de un cocuyo, sino el radiante sol de una alborada, y que esperaba que esa luz siguiera con él toda la vida. Esa, dice Elsie, es la síntesis de lo que fue Fabio Calderón Botero.
Este hombre, nacido en Manizales el 31 de julio de 1929, tuvo en la familia el concepto fundamental de la existencia. Tal vez fue en el seno de su infancia, junto a Guillermo Calderón Echeverri y Soledad Botero, donde Fabio entendió que la familia no era el simple desarrollo natural del ser humano, sino una guía de vida que debía vivirse al máximo.
Hijo único. Salió pronto de Manizales y llegó a Barranquilla, donde la calidez de la costa impregnó su piel y sus días. Tenía sazón, sabor, alegría y un amor por el baile, evidente en la pista.
Pero fue en Bogotá donde siguió su vida. Después de terminar el bachillerato en el Liceo de La Salle, se hizo abogado en la Universidad Externado de Colombia.
Cuando Elsie terminó el bachillerato y Fabio su carrera de Derecho, se fue a hacer judicatura como Juez Promiscuo del Circuito de La Dorada (Caldas). La familia de Elsie quería ver a su hija estudiando en Canadá, pero Fabio tenía otros planes. “¿Verdad que tú me quieres?”, le preguntó. “¿Qué vamos a hacer? O nos vamos sin ningún compromiso o nos casamos”. Y se casaron, el 20 de febrero de 1953. Cuatro hijos completaron su esencia de familia: Constanza, Liliana, Soledad y Camilo.
Fabio Calderón tuvo claro desde el principio que quería ser magistrado. Y lo hizo, recorriendo uno a uno los escalones de la Rama Judicial. Fue Juez Promiscuo de La Dorada, Juez Penal del Circuito de Bogotá, Juez Superior de Bogotá, Magistrado de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá y, en 1977, Magistrado de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia.
Se especializó en Casación Penal y Civil, en la Universidad del Rosario, y se convirtió en el mayor conocedor de la casación penal de su época. Este conocimiento quedó plasmado en su libro Casación y revisión penal, que todos conocían como “La biblia”.
Como docente, formó generaciones de abogados en las universidades Externado de Colombia, Santo Tomás y Jorge Tadeo Lozano.
Actuaba por convicción y por razón, aunque era impresionantemente intuitivo. Como hombre romántico, encontró en la poesía la puerta de escape de su evidente amor por el amor, por la tierra y por el querer tener en sus manos parte de la solución al conflicto social.
En un cuaderno de satín rojo, con su propia letra en lapicero azul y negro o tipos de máquina en hojas amarillas, está su poesía. “Para qué tanta guerra/tanto cañón invicto/tanta granada/tanta sangre de niños derramada/¡si el hombre mata al hombre en las trincheras!/¡Venga la Paz!”, reza su Plegaria por la paz.
No creía en el azar ni en la buena fortuna. Su convicción era clara: las cosas hay que trabajarlas y ganarlas día a día. Lo difuso, confuso y desordenado no tiene lugar en la vida.
Amigo y jurista
Como amigo, era estricto y selectivo. Se acercaba a gente que tuviera valores para admirar. Si se pudiera hacer una selección de sus amigos, podría decirse cuál era el valor de cada uno.
Como juez, fue riguroso en la aplicación de la técnica del Derecho. Lo obsesionaba el análisis probatorio. Tratar de escudriñar la verdad real y no solo la procesal.
Sus actos iban direccionados a tener como resultado la tranquilidad de conciencia. Repetía constantemente a sus hijos que la riqueza más grande de un ser humano era poder tener al final del día el sueño sosegado y feliz del que no tiene cuentas pendientes con la vida.
Como abogado, creía que su obligación era “la generosidad intelectual absoluta”. Dar conocimiento con amplitud y sin reserva. Le encantaba la discusión, encontrar la razón de las cosas, el intercambio de ideas constructivo. Por eso, encontró en la fundación del Colegio de Abogados Penalistas de Bogotá y Cundinamarca esa conciencia de colectividad académica que tanto lo inquietaba.
Como jurista, estudiaba todos los días. Llegaba a su casa, comía, veía el noticiero y a las 10:00 p.m. se sentaba a repasar sus expedientes. Estudiaba en la alcoba, en una pequeña mesa junto a la cama. Muchas veces, Fabio despertó a Elsie en la mitad de la noche y le preguntó: “Mi amor, si tú fueras jurado de conciencia, ¿qué opinarías de esto?”.
Sus hijos recuerdan que llegada la juventud, cuando regresaban a casa con la noche a cuestas, su papá esperaba despierto para abrirles la puerta, leyendo, en la pequeña mesa, los expedientes que ocupaban sus días.
Además de su estudio, hubo una cita que Fabio cumplió sagradamente: todos los domingos, sin fallar alguno, llegaba a las 12 del mediodía a la iglesia de Santa Beatriz, a escuchar los sermones del padre Hernán Jiménez. Nunca faltó a sus misas.
Como magistrado, se enfrentó desde el Derecho a una nueva violencia que, hasta entonces, Colombia desconocía. A pesar de las amenazas de muerte que él y su familia empezaron a recibir de los narcotraficantes, fue el ponente del primer fallo en el que se aprobó una extradición en el país. La diferencia entre delito político y delito común y el estudio de la favorabilidad penal quedaron como antecedentes a una realidad que continúa.
Fabio Calderón tenía un sexto sentido, una intuición que muchas veces se volvió premonición y que estuvo presente hasta su partida.
“Él presintió su muerte”, dice su familia, y cuenta que una noche de 1985, vio en las noticias a los comandantes del M-19 entrando al Palacio de Nariño. El Gobierno firmaba un acuerdo de paz con la guerrilla y, en la imagen, el Presidente de la República recibía con un abrazo a los miembros del grupo insurgente. Entonces Fabio Calderón apagó el televisor inmediatamente y dijo: “¡Nos entregó y nos dejó de carne de cañón!”.
Fabio Calderón Botero murió, a los 56 años, el 6 de noviembre de 1985, cuando los guerrilleros del M-19 se tomaron el Palacio de Justicia. Murió donde entregó y construyó toda su vida, ladrillo a ladrillo, página a página, minuto a minuto.
“Amó la paz/la libertad y el verso/sintió el placer, como el dolor acerbo/y el rito del amor fue su universo./Cruzó la vida cual fugaz cometa/y en el instante que murió su verbo/quedó inmortal su corazón de esteta. (Epitafio, Fabio Calderón Botero, noviembre de 1962)”.
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