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Carlos Medellín, el humanista

05 de Noviembre de 2013

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Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005. 

 

“¿Educador? Sí. ¿Poeta? Sí. ¿Jurista? Sí. O como él mismo lo escribiera: ‘Soy la idea / fui la palabra / soy el amor/ fui el corazón / la música soy / fui la canción”

 

Por Darío Vanegas Leaño

 

Para los amigos poetas, Carlos debía dedicarse a la literatura y solo a la literatura. Los amigos juristas, en la otra orilla, opinaban que, aunque el tema de la poesía no dejaba de ser interesante, el doctor Medellín había nacido para el Derecho y a él debía consagrarse.

 

Carlos Medellín, poeta y jurista o jurista y poeta, nunca se sintió en medio de una lucha entre arte y ciencia. “Entre sentencia y sentencia, escribo un poema; entre sentencia y sentencia, escribo un cuento. Y me siento feliz así y así lo puedo hacer”. Y así lo hizo, hasta el último fallo, hasta el último poema.

 

Además de lograr que estas dos pasiones convivieran en su día a día, logró unirlas en el campo de las ideas, desde muy temprano, cuando redactó su tesis de grado. En Introducción a la estética del Derecho, y como si estuviera trazando el derrotero de lo que sería su vida intelectual, el joven Carlos, estudiante del Externado, propuso la estética como el mecanismo idóneo para entender el Derecho.

 

El Derecho, la ley, el juicio, el Estado… “La ciencia ha dado para cada uno de ellos una definición. La filosofía postula causas y fines. Los códigos compendian una y otra faz de esos estudios. Pero es preciso ver a fondo su función. Y estoy convencido de que ningún instituto inventado por la inteligencia del hombre ofrece herramientas más útiles y adecuadas para ello, que la estética”.

 

Medellín no se agota en estas dos facetas. Para algunos, antes que poeta o jurista, era educador. Su trabajo en esta materia lo llevó a fundar instituciones educativas, teorizar sobre la enseñanza, ser docente y redactar libros didácticos.

 

¿Educador? Sí. ¿Poeta? Sí. ¿Jurista? Sí. O como él mismo lo escribiera: “Soy la idea/fui la palabra/soy el amor/fui el corazón/la música soy/fui la canción”.

 

El poeta

Fijar la fecha de nacimiento de Carlos como poeta no es fácil. Puede ser que la pasión por la literatura se haya gestado en el Seminario Menor de Bogotá. Allí cursó los primeros cuatro grados de bachillerato. La idea de ser sacerdote se desvaneció. El gusto artístico que comenzaba a insinuarse fue, muy probablemente, la causa de su deserción.

 

En el Colegio Antonio Nariño, donde se graduó, comenzó a mostrarse como poeta. Allí escribió sus primeros versos. Desde esa época, la literatura fue compañera de todos sus días y en su grupo íntimo siempre estuvieron los poetas.

 

Durante la universidad, Carlos combinó la poesía con el estudio y con la crítica de libros y música en El Tiempo y El Espectador. En 1947, publicó Poemas. Un año después de haber salido de la universidad, recibió el Premio Espiral por Moradas. En el 65, publicó El aire y las colinas y en el 76, Detrás de las vitrinas. El encuentro apareció en las librerías en el 82, cuando ya era magistrado de la Corte Suprema de Justicia, Sala Constitucional.

 

En el 91, seis años después de su asesinato, su familia presentó la recopilación de los últimos poemas bajo el título Palabras rescatadas. “En medio del desastre, él escribe poesía; en medio de las amenazas de los narcotraficantes, él escribe poemas de amor. Era su manera de sobrellevar el rigor de lo que estaba pasando”, explica Carlos Medellín, uno de sus hijos.

 

El abogado

El doctor Medellín nació en Pacho, Cundinamarca, en 1928. Carlos Medellín Aldana, su padre, era el juez civil municipal.

 

De tanto oír los relatos de su progenitor, el doctor Medellín podía imaginarlo en la época de estudiante, a principios del siglo pasado, leyendo en las noches el Digesto, en el Parque de la Independencia, alumbrado por las lámparas de gas que derrotaban las tinieblas, pero no el frío de la pequeña Bogotá.

 

Sin saber que algún día sería su alumno, observó el cuidado con el que su padre preparaba las clases. Y también vio cómo escalaba cada uno de los peldaños de la carrera judicial, desde juez promiscuo hasta magistrado de la Corte Suprema de Justicia.

 

El día que Alfonso Reyes le comunicó que había sido nombrado magistrado, en 1980, reunió a sus cuatro hijos en el estudio, en el mismo lugar donde les leía poesías, y evocó la memoria del abuelo. Era como si recibiera de él la posta para continuar con la tarea de construir el Derecho, al que siempre vio como una causa y un sendero hacia donde se camina, pero, en ningún momento, un producto terminado ni una aspiración conquistada.

 

El latín, idioma que aprendió en el seminario, le abrió las puertas del Derecho Romano, otro lugar de encuentro con su padre. Para el doctor Medellín, el  más alto y noble valor de las construcciones de ese Derecho radicaba en ese adelantarse al tiempo, en la superación del medio, en la concepción estética que lo hacía definitivo, intemporal para el mundo. Imbuido de ese respeto, continuó la redacción de la obra de su padre, Lecciones de Derecho Romano, labor que, a su vez, legó a su hijo Carlos Medellín Becerra.

 

El educador

Carlos Medellín tuvo cuatro hijos –Ángela, Carlos, Jorge Alejandro y Silvia–  y un colegio –el Claustro Moderno–. Para el año de su fundación, 1966, ya llevaba 10 años de matrimonio con Susana Becerra y 15 de ejercicio de la abogacía.

 

El Claustro fue una más de sus realizaciones en el campo de la educación, quizás la más importante. Los frutos que dio Medellín en esta actividad fueron muchos: fundador de la Universidad Central, Rector Encargado del Externado y de la Nacional, profesor, Director Ejecutivo de la Asociación Colombiana de Universidades fueron solo algunos de ellos.

 

Para el hoy rector del Claustro Moderno, su hijo Jorge Alejandro, “la universidad fue siempre la forma más concreta de cultivar el espíritu liberal que su padre llevaba en el alma. Nunca perdió contacto con ella, porque para él significó ante todo inquietud, movimiento, búsqueda, revolución auténtica, aventura, dinámica y pasión”. 

 

Ya como magistrado, Medellín procuró no alejarse del Claustro. Dejó la rectoría, pero no las clases. La hacienda Zarauz, ubicada al noreste de Bogotá, sede del colegio y de su casa, se convirtió en su oficina alterna. Entre pinos, estudiantes y cañadas, Medellín proyectaba fallos, escribía poemas, daba clases e intentaba olvidar las amenazas que un día comenzaron a llegar a su despacho.

 

En esos jardines inculcó a sus hijos y a sus alumnos disciplina y arte. Les enseñó a volar muy alto, muy lejos, pero siempre con la posibilidad de aterrizar, de regresar cuando fuera necesario. Esa era para él la verdadera educación.

 

De esa hacienda, de la casa estilo inglés que la preside, salió la mañana del 6 de noviembre. Se despidió de Susana y de los hijos. Se cruzó con algunos alumnos. Muy seguramente caminaba mientras recordaba la voz de la esposa pidiéndole que renunciara. Pero estaba decidido: “Nadie se va a retirar. Se trata de un compromiso con el país. Los jueces no pueden irse porque unos hampones los estén amenazando”.

 

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