La educación desde el ser y no desde el hacer
24 de Noviembre de 2021
Hace unos años, frente al tribunal de evaluación de mi tesis doctoral, daba inicio a mi defensa con una frase de Nelson Mandela: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Soy un convencido del poder transformador de la educación, máxime hoy cuando me reconozco conectando con lo mejor de mí a través de mi oficio como educador.
Recientemente, vivimos un ejercicio complejo y significativo: la planeación estratégica de nuestra universidad para el año 2022. Un ejercicio que nos recuerda la importancia de reunir pequeños esfuerzos para explicitar mejores posibles y alcances extraordinarios. El acto de pensar sobre hacia dónde irá nuestra universidad me invita a reflexionar frente al significado de la formación en educación superior.
Los modelos tradicionales de formación suelen concentrar sus esfuerzos en el fortalecimiento de competencias disciplinares para formar profesionales con bastas capacidades cognitivas, expertos en materias concretas que no siempre pueden movilizar saberes para la solución de problemas complejos de la sociedad. Esto puede ser un gran problema y me recuerda ese valle de la muerte entre la educación superior y la empleabilidad: no siempre formamos ciudadanos competentes y sensibles a las necesidades propias y del otro, que transformen el mundo, desde lo mejor de cada uno.
Hoy terminé mi día preguntando a cuatro estudiantes sobre el valor de la formación integral en escenarios universitarios. Ellos son evidencia de lo que significa vivir en integralidad. Gracias, Juanita, Catalina, Natalia y Mateo por acompañarme en el reconocimiento de las características que a continuación hilaré.
Un estudiante o profesional íntegro no solo cuenta con un dominio importante de competencias, sino que completa su perfil con otras habilidades necesarias para garantizar un impacto más justo y poderoso en línea con la solución de problemas específicos de las comunidades. Creo, entonces, que el objetivo de la integralidad en la formación conecta íntimamente con la justicia y la proyección social, como tercera misión de la educación superior. Así, estas otras competencias, que ahora quiero pensar como power skills, podrían acumularse en dos segmentos.
El primero corresponde a volver la mirada a lo personal, con especial foco en cinco aspectos: (i) inteligencia emocional, que garantice el relacionamiento sensible con una capacidad de percibir, expresar, comprender y gestionar las emociones; (ii) curiosidad, materializada a través de una escucha activa con el otro; (iii) resiliencia, como habilidad para reaccionar ante contingencias propendiendo por fortalecer la adaptabilidad ante la incertidumbre; (iv) liderazgo hacia el empoderamiento de los demás, con quienes se construye, y (v) autonomía, que permite la perdurabilidad de las distintas acciones personales en el escenario del aprendizaje para toda la vida y de la mano del aprender a aprender.
El segundo segmento corresponde, a su vez, a la importancia de los demás en la construcción de “mejores posibles”, materializada en otros cinco aspectos: (i) el reconocimiento del otro y de sí mismo en un espacio comunitario; (ii) la apertura a la diversidad, entendiendo la unicidad y la significancia de la diferencia; (iii) empatía ante la diferencia y la necesidad de los demás; (iv) trabajo en equipo y, finalmente, (v) recordar que la educación universitaria concentra sus acciones para la formación de ciudadanos con valores sociales ejemplares.
Requerimos una revolución educativa. El reto es gigante, pero infinitamente motivante. Estamos comprometidos con una educación de calidad y justa que permita la transformación para responder a los propósitos de vida de tantos jóvenes en nuestro país, pero, sobre todo, en línea con repensar la universidad como un laboratorio abierto y social, con el objetivo de impactar realmente y responder a los problemas de nuestra sociedad.
Rafael Alberto Méndez-Romero, director académico Universidad del Rosario
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