Ámbito del Lector
La laicidad como fundamento del Estado moderno
19 de Octubre de 2011
Es harto sabido que en los orígenes del constitucionalismo moderno del siglo XVIII hubo un claro consenso proveniente de las ideas republicanas, principalmente de los europeos John Locke y Montesquieu, correctamente recepcionadas por el liberalismo norteamericano de James Madison, que consistió en determinar que sobre las cenizas del absolutismo debía fundarse un nuevo orden político y jurídico en el que sus pilares fueran: la separación de los poderes, entendida como elemento de contención del poder; un sistema de frenos y contrapesos (checks and balances), constituciones escritas, declaraciones de derechos fundamentales como límite a la actuación del Estado (libertades negativas), democracia representativa y, por supuesto, la separación entre Iglesia y Estado.
Este último asunto, la separación de la Iglesia y Estado, había sido un aspecto considerado neurálgico para los pensadores de la época, quienes habían bebido de un pasado en el que el volcán de las guerras de religión todavía expelía humo y terror. Además, no hay que olvidar que durante el siglo XVII inglés el cargo de herejía era tan solo la lectura religiosa de alta traición, de total discrecionalidad por los detentadores del poder y en confrontación directa con los postulados de igualdad ante la ley, propios del Estado de derecho. Madison entendió, siendo consciente de la multiplicidad de creencias, que el principal peligro para la democracia era ondear la bandera de la religión, y el segundo, la división de intereses entre ricos y pobres que incentiva la facción.
Como remedio para el primero, planteó la libertad de cultos y su expresión reservada al ámbito de lo privado, mientras que el Estado debía ser laico, neutro ante la diversidad de expresiones de fe. Para afrontar lo último, consideró que la búsqueda del bien común y la multiplicación de interés conseguirían neutralizar a las facciones que se mueven únicamente por fines egoístas y pretenden beneficiar a un sector concreto. A pocos años, Francia vería caer a la monarquía y el estigma de un soberano respaldado por la divinidad, para promulgar que el soberano era el pueblo, de quien provenía la voluntad general expresada en la ley y a la cual se le debía obediencia.
Desde ese consenso sobre las bases del Estado de derecho han pasado dos siglos, y unas partes de él continúan tan fuertes como en sus inicios, como sucede con el principio de separación y coordinación de poderes, mientras que otras se han visto fortalecidas con el paso de los años, como le pasa a las declaraciones de derechos fundamentales, observadas como un catálogo abierto, en permanente crecimiento y cada día mejor, respaldadas con garantías y mecanismos judiciales para su protección.
En el contexto colombiano, si bien en la teoría constitucional nadie duda sobre la importancia de la separación entre Iglesia y Estado, o por lo menos hasta el momento ninguno se ha atrevido a dejarlo por escrito; la actuación de algunos funcionarios que desde el Estado, y en ejercicio de funciones públicas, intentan imponer una agenda religiosa, por encima de los derechos fundamentales y las instituciones cuya misión es protegerlos, vuelve a poner sobre el tapete una trasnochada discusión, tan obvia que parecía obsoleta, sobre qué agravio se produce a la democracia con la intromisión de la religión en lo público.
Lo cierto es que la promoción de una agenda religiosa concreta desde el Estado, en el marco de la Constitución de 1991, ofende postulados superiores como la laicidad, el compromiso social del Estado, el reconocimiento de la multiculturalidad como una riqueza nacional, desconoce la libertad religiosa que como derecho articulador protege múltiples derechos y valores que pivotan alrededor suyo, como es el derecho a la educación conforme a sus creencias, el libre desarrollo de la personalidad, la dignidad, la libertad de expresión y la prohibición de la discriminación. Por último, empaña nuestro desempeño democrático por cuanto la tolerancia y la pluralidad religiosa son indicadores de la protección de los derechos humanos y de la buena salud del régimen político.
En conclusión, los postulados del siglo XVIII en cuanto a la conveniencia de preservar la laicidad del Estado siguen tan presentes como antes, y el consenso nacional plasmado en la Constitución de 1991 continúa sólido en respaldo de la libertad religiosa y la tolerancia a las creencias de los otros. De la estrechez con la que lo defendamos depende su supervivencia, y de la responsabilidad de los servidores públicos su efectividad, más aún cuando se trata de un pueblo al que de tanto en tanto se le convida a dividirse, a entrar en conflicto para beneficio de unos pocos, pero en este caso, por suerte y para tranquilidad nacional, el pacto esta sellado por la voluntad general.
María Luisa Rodríguez Peñaranda
Doctora en Derecho Constitucional, magistrada Auxiliar del Consejo de Estado
NOTA: Texto resumido
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