Ley 324 de 1996: 25 años de reconocimiento jurídico de la lengua de señas colombiana
26 de Marzo de 2021
Luis Miguel Hoyos Rojas
Filósofo y Abogado Constitucionalista
Ex Subdirector Nacional del Instituto Nacional para Sordos
El comunitarismo sordo es una filosofía y teoría política de la igualdad nacida en la Ilustración que afirma que ningún ser humano perteneciente a la comunidad sorda debe ser excluido de ninguna libertad, bien o derecho a causa de su “sordera”. Esta teoría política que también es jurídica hizo su entrada en la Revolución Francesa y existe hasta nuestros días como una de las tantas tradiciones políticas de nuestra modernidad.
Apareció formulada por Charles-Michel De l'Épée, Pierre Desloges, Roch-Ambroise Cucurron Sicard, Jean Massieu y Ferdinand Berthier. Educadores y, así mismo, los únicos filósofos que construyeron las críticas necesarias para derrumbar la filosofía de Descartes, Rousseau y Kant que condenaba la lengua de señas a la inexistencia civil. Tal vindicación puso la piedra fundacional de las comunidades sordas como movimientos sociales y comunidades políticas en las actuales sociedades democráticas. En Colombia, hay comunitarismo sordo hace dos siglos. Solo que se “vive” y no se “nombra”, se ignora su existencia. Como en el resto de las democracias occidentales, el comunitarismo sordo presente en la comunidad sorda del país ha impulsado la consecución de victorias jurídicas. Entre estas el reconocimiento de la lengua de señas colombiana (LSC) como “lengua natural”.
A la comunidad sorda colombiana le tocó hacer frente a prejuicios relacionados con la condición del “sujeto sordo de derecho”. Nuestro ordenamiento, heredero de la “Kofofobia” (“Kopho”, sordo; “fobia”, rechazo, aversión o desprecio), institucionalizó mediante distintas leyes el rechazo, aversión e invisibilidad de la persona sorda. Una herencia que viene de Aristóteles, Rousseau, Kant y Napoleón (Código Civil). Tradición jurídica que pasó a definir a las personas sordas (entre otras con discapacidad) como “anomalía pura”. Contexto que justificó la exclusión de las comunidades sordas del “contrato social” que hoy llamamos democracia: esta razón explicó por siglos la necesidad de negar el reconocimiento jurídico de las personas sordas como “sujetos políticos”.
Vencer en el país, incluso jurídicamente, a la kofofobia y al “oralismo” de Giulio Tarra no fue tarea fácil. Las personas sordas colombianas eran sometidas a tratos ignominiosos que escapaban de la sanción legal: eran golpeados en sus manos, metidos en agua fría y obligados a sostener pesadas piedras en sus manos para que dejaran de utilizar la lengua de señas (antes lengua manual). El “paradigma médico del vilipendio”, es decir, el desprecio a la “razón sorda” amparado en la inexistencia jurídica de la igualdad para personas con discapacidad del entonces sistema constitucional (1886) y, la “kofofobia jurídica” presente en los artículos 140, numeral 3º, y 1504 del Código Civil, eran la teoría política que explicaba el “existir sordo” en la sociedad civil colombiana.
La aparición de los colegios para sordos (Nuestra Señora de la Sabiduría, 1924, entre otros); Sordebog (Sociedad de Sordos de Bogotá, 1957); la incidencia de los líderes y asociaciones de sordos; la creación del Insor (Instituto Nacional para Sordos); el establecimiento de la Federación Nacional de Sordos de Colombia (Fenascol, 1984) y el cambio de régimen constitucional (Constitución de 1991), que institucionalizó el paradigma social de la discapacidad procedente de la socialdemocracia europea, inició la contingencia que permitiría alterar la pauperizante realidad de las personas sordas de nuestro país. Apareció con todos ellos la condición de posibilidad para la Ley 324 de 1996.
Esta norma permitió otorgar a las comunidades sordas el reconocimiento de su lengua como “previa” a la existencia del español oral/escrito. Terminó con el pretérito estigma de “anormalidad y anomalía pura” patologizante. Esta ley objeto de polémicas fue objeto de demanda en el 2002 y en la Sentencia C-128 del 2002 se declaró Inexequible su artículo 2º. Este afirmaba que la lengua de señas era el “idioma propio de la comunidad sorda”. El entonces artículo 2º manifestaba aquello, pues fue una transcripción de la tradición jurídica y lingüística del constitucionalismo sueco, que reconoció a la lengua de señas como uno de los tantos idiomas oficiales en Suecia. Sin embargo, tal trasplante jurídico aplicado en Colombia entró en conflicto con el artículo 10º de la Constitución que estableció el “castellano” como “idioma oficial” de la nación.
Para solucionar tal apremio, la Corte Constitucional hizo una rectificación interpretativa. Varió el alcance de la Ley 324 y afirmó que la lengua de señas era una “lengua natural” no un “idioma propio”. Es decir, una “lengua étnica” desarrollada previamente por la comunidad de personas sordas que no es oponible al castellano oficial. Esta diferencia fue, a la postre, constitucionalizada en la Sentencia C-605 del 2012, con ponencia de la magistrada María Victoria Calle. Claro que, desde el 2005, la Ley 982, en su artículo 1º numeral 10º, había suprimido el error legislativo de la Ley 324, al definir que “la lengua de señas es la lengua natural de las comunidades sordas”.
La incidencia comunitarista de las personas sordas ha permitido que Colombia vaya más adelante que algunos Estados que acaban de reconocer sus lenguas de señas: por ejemplo, España en el 2007; Perú en el 2010 y Holanda y Chile en el 2020. Pero tales avances no significan una plena paridad en la relación sordos-oyentes en el país. La igualdad jurídica sorda pasa por exigir que ninguna persona sorda sea privada del uso, desarrollo y apropiación de su lengua natural. Y para nosotros los oyentes, asumir la obligación política de respetar jurídicamente el espacio constitucional de la lengua de señas. Aprendiéndola de la mano de la comunidad sorda, que es el lugar donde se produce y renueva directamente.
Ninguna transformación social para sordos surtirá efectos si la persona sorda y su lengua no son el centro de la intervención ¡nada de ellos sin ellos! Más en una época como la que vivimos donde el covid-19 ha resentido la igualdad de las personas sordas. Es urgente comprender que la lengua de señas es para los sordos lo que el español es para los oyentes: la lengua que mejor posibilita el desarrollo de una ciudadanía en condiciones. Una forma de celebrar su reconocimiento jurídico es otorgar el espacio democrático que merece desde hace 25 años.
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