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Actualizado hace 50 minutes | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Personaje


Hans Kelsen y su legado como jurista y demócrata

24 de Abril de 2023

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Hans Kelsen y su legado como jurista y demócrata (Archivo particular)

Carlos Ernesto Molina M.

Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia

Hans Kelsen nació en Praga el 11 de octubre de 1881. Muy niño emigró con sus padres a Viena (siempre se consideró un vienés, aunque, además de la checa y la austríaca, también fue ciudadano alemán y estadounidense). Su origen judío le acarreó problemas años después, en plena expansión nazi en Europa, y fue la causa de su exilio en EE UU, a partir de 1940.

Fue uno de los más grandes juristas de la historia y encarna la expresión culminante del positivismo jurídico. Ideó una construcción sistemática y monumental dentro de la teoría del Derecho, expresada en una cantidad inmensa de obras de innegable influencia, particularmente en los sistemas romano-germánicos, entre ellos los latinoamericanos. Kelsen es insoslayable: los desarrollos de la teoría del Derecho en los últimos 50 años no pueden ser entendidos sin tenerlo como referencia.

Desde el siglo XIX y hasta principios del siglo XX, el positivismo filosófico postulaba que el objeto del conocimiento son los hechos y sus conexiones, desdeñando lo metafísico, moral o teológico. Ese positivismo quizás explica por qué el joven Kelsen se inclinó inicialmente por la física y las matemáticas. El Derecho no estuvo para entonces entre sus preferencias y solo fue por cierto pragmatismo que decidió estudiarlo en la Universidad de Viena (1901-1906), donde tampoco lo encontró particularmente motivador y, según escribió en alguna nota autobiográfica, la facultad y las cátedras de Derecho fueron una gran decepción. Kelsen echaba de menos que el Derecho no fuera una ciencia sustentada en un método riguroso. Esa carencia advertida por él –en el mencionado entorno positivista– es una pista importante para entender su obsesión por encontrar una explicación al fenómeno jurídico, basada en la “pureza” científica.

Esa obsesión transcurrió paralela a otra, de relativa poca difusión en comparación con aquella: su inquietud constante sobre la democracia, tan ultrajada en su época.

(i) La primera obsesión

La teoría kelseniana sobre el Derecho –la primera de sus obsesiones– refleja su empeño por depurar el Derecho de elementos externos a él, como la moral, la política, la religión y otros intereses de diversa índole, que, según Kelsen, tergiversan su carácter científico. Para Kelsen, el Derecho no tiene que ser reflejo de la justicia (cualquiera sea el concepto que de ella se adopte); tampoco es producto de la razón (como para Tomás de Aquino), ni de un orden concreto (como para Schmitt), sino de la voluntad. La ciencia del Derecho se contrae a un análisis estructural, formal, que es la única manera de lograr la pureza de su método.

Es una estructura normativa, objetiva y coactiva, autosuficiente, autorreferente y coherente, que consiste solo en el derecho positivo, sin importar sus propósitos, o cómo él debiera ser. El Derecho es un sistema de normas que Kelsen denomina “nomodinámico”, en el cual ellas no derivan unas de otras por deducción lógica, sino por actos de voluntad. Niega los dualismos “derecho objetivo/derecho subjetivo”, pues este último es la proyección del primero a situaciones individuales, y también “Derecho/Estado”, puesto que este último es expresión del primero. El objeto del Derecho es prescribir cómo “deben ser” las conductas humanas y no cómo “son” realmente (que es terreno de la causalidad).

Ese “deber ser” es de naturaleza lógica y no ética, o sea, ante determinados supuestos, “deberá” producirse una “imputación” que debe llevar a una sanción. Para garantizar tales conductas prescritas, el Derecho es una “técnica social” coactiva, es decir, persuade mediante la posibilidad de una sanción, si no se cumple la norma. El Derecho es un sistema de normas válidas (una “cadena” en la cual cada norma positiva deriva su legitimidad de la norma superior positiva que le antecede, hasta remontarse a la “norma fundante” –que es ficticia y no positiva–), etc.

Para entender estos y otros conceptos de la Teoría pura del Derecho (TPD) de Kelsen, no basta con tomar como referencia la primera edición (1934) (TPD-1) de la obra –como lo han pretendido ciertas versiones “light” de dicha teoría, frecuentemente utilizadas en medios académicos y judiciales. Es menester también recurrir a otras obras suyas, como la Teoría general del Estado y del Derecho, Teoría pura del Derecho” (segunda edición, 1960, TPD-2) y Teoría general de las normas.

A pesar de que el positivismo jurídico puede considerarse en gran parte superado, por su excesivo énfasis en la índole prescriptiva de la norma jurídica, que deja de lado su dimensión valorativa, hay un aspecto de la teoría de Kelsen –muy propia del positivismo–, que abre un resquicio a tal dimensión, y que en ocasiones puede permitir la discrecionalidad: la aplicación del Derecho, por vías judiciales o administrativas.

Kelsen esbozó este tema en la primera edición de su TPD y lo precisó y amplió considerablemente en la segunda edición. Señala que, si bien la norma superior puede determinar el contenido de la norma inferior, “no puede regular en todos sus detalles” el acto de aplicación. Es decir, “deja un margen más o menos amplio de libre apreciación”, por lo cual dicha norma es “una especie de marco que es necesario llenar”. Un marco “abierto a varias posibilidades”, de forma que “todo acto de aplicación es conforme a la norma si no sale de ese marco”. “La interpretación de una norma no conduce, pues, necesariamente, a una solución única”, que pudiera reputarse como la exclusivamente justa y, por el contrario, puede presentar varias soluciones de igual valor jurídico, si respetan dicho marco (TPD-1). En TPD-2, Kelsen indica que el órgano aplicador del Derecho puede desplegar “una actividad cognoscitiva”, pero “no (…) del derecho positivo, sino de otras normas”, como las morales, de justicia, juicios de valor sociales, etc.”. “(L)a realización del acto jurídico dentro del marco de la norma jurídica aplicable es libre, es decir, librado a la libre discrecionalidad” del órgano aplicador, “como si el derecho positivo delegara en ciertas normas metajurídicas, como la moral, la justicia, etc.”. O sea, en la aplicación del Derecho, la interpretación cognoscitiva del derecho aplicable se enlaza con un acto de voluntad, pero evitando creer “que una norma jurídica siempre admite solo un sentido, el sentido ´correcto’”.

Es decir, Kelsen acepta, con ocasión de la aplicación del Derecho, un cierto quiebre al final de la cadena de validez, puesto que en la decisión judicial o administrativa pueden tener injerencia elementos “extrajurídicos”, como la moral –por cuya expulsión de dicha cadena él siempre abogó–, inadmisibles en ella a partir de la norma fundante. Entre la ley y la sentencia o el acto administrativo, entonces, interviene la voluntad del juez. Es llamativo que Kelsen haya hecho ese énfasis en su TPD-2 cuando ya residía en EE UU, lo que permite inferir una influencia del realismo jurídico norteamericano.

(ii) La democracia, segunda obsesión

La segunda obsesión de Kelsen, que fluye en paralelo con la jurídica ya mencionada, fue la democracia.

A través de distintas obras suyas, Kelsen se refiere a la democracia. La más conocida es Esencia y valor de la democracia (1920), pero también lo hace en Forma de estado y filosofía (1933), Los fundamentos de la democracia, La teoría política del bolcheviquismo, El problema del parlamentarismo, Socialismo y Estado, etc. Pero la democracia también es una especie de “leitmotiv” en sus obras jurídicas, como en su TPD (1 y 2), o en Teoría general del Estado, Teoría general del Derecho y del estado, ¿Qué es la justicia?, Teoría comunista del derecho y del estado, ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, etc.

La democracia (que modernamente es la representativa), dice Kelsen, es el medio idóneo para realizar los valores de libertad política e igualdad de las personas, pero ella no sería apropiada para sistemas de gobierno que persigan otros valores, como, por ejemplo, fortalecer y expandir el poder del Estado. Sin un sistema de libertades fundamentales (de opinión, de prensa, de cultos, de asociación, etc.), no es posible la democracia.

La democracia supone el relativismo respecto de los valores. Dado que la idea de justicia es inabordable por el conocimiento y solo hay verdades y valores relativos, únicamente hay intereses y, por tanto, conflictos entre ellos. El individuo debe decidir –y respetársele–, cuál es el valor social que debe ser realizado, y la mayoría no puede pretender que sus objetivos y valores sean los únicos válidos frente a los defendidos por las minorías o la oposición. En este sentido, Kelsen se anticipa a Rawls y Habermas (en este último: uso comunicativo de la razón práctica). La democracia implica la existencia de un orden coactivo al cual se aviene el asentimiento mayoritario.

El principio mayoritario no consiste en la absoluta homogeneidad de intereses de los asociados, ni en la unanimidad, sino en la obtención del “compromiso” necesario y constante sobre intereses y valores entre los grupos representados en el Parlamento, en una sociedad de intereses plurales que busca la paz social. La voluntad colectiva es la resultante de la transacción de intereses divergentes, y no el ideal metafísico de un interés colectivo superior. Kelsen también se anticipa aquí para describir lo que hoy se llama “democracia deliberativa”.

La democracia moderna no puede separarse del liberalismo político, cuyo principio básico es la abstención del Estado de injerir en ciertas esferas inherentes al individuo (derechos fundamentales). “El respeto a estos derechos salvaguarda a las minorías contra el dominio arbitrario de las mayorías”.

La democracia política no está necesariamente ligada al sistema económico capitalista o al socialista. Ni el uno ni el otro son, per se, democráticos; depende de su modo de constitución y funcionamiento. Ambos sistemas pueden instaurarse tanto bajo un régimen democrático o uno autocrático. Pero Kelsen rechaza el liberalismo individualista y se inclina por un Estado que interviene para garantizar el bienestar de los ciudadanos, especialmente de los más débiles.

En la democracia no debería limitarse o reprimirse la formación de partidos políticos partícipes en la vida nacional, especialmente en la elección de representantes de la comunidad. En la autocracia el pueblo no solo está excluido de toda participación en el gobierno, sino también privado de las libertades esenciales, y no hay libertad de los partidos políticos. Esa autocracia –que antes se denominaba tiranía, despotismo, monarquía absoluta– es ahora la dictadura de partido. Un régimen político que no reconozca los partidos, o sea forzadamente unipartidista, no puede considerarse verdaderamente democrático.

Estas y otras ideas de Kelsen cobran vigencia en una época como la actual, caracterizada por una creciente confusión sobre lo que significa la democracia, y por encubrir, bajo esa denominación, regímenes que realmente son su antítesis o impulsan “democracias identitarias” (muy cercanas a Schmitt, su contrincante por antonomasia).

Hans Kelsen murió el 19 de abril de 1973, en su sencilla casa ubicada frente a la bahía de San Francisco. Margarete Bondi, su esposa y apoyo constante, había fallecido cuatro meses antes y ese deceso fue un golpe que el fatigado Kelsen no pudo resistir. Conforme a su última voluntad, sus cenizas fueron esparcidas en el océano Pacífico, al que tantas veces había contemplado desde su jardín de rosas.

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