Nuestra peligrosa “buena suerte constitucional”
20 de Noviembre de 2023
Juan Sebastián Ceballos Bedoya
Consultor Senior de Greystone Consulting Group Latinoamérica
Tener buena suerte puede ser peligroso. Por ejemplo, casi siempre hemos tenido integrantes de la Corte Constitucional idóneos, y esto se ha debido esencialmente a una especie de buena suerte colectiva. Solo una fortuna favorable puede explicar, creo yo, que, pese a los evidentes vacíos del proceso de elección para estas dignidades, en la práctica la magistratura constitucional haya sido en general independiente, imparcial e inteligente. Esta “suerte constitucional”, sin embargo, es peligrosa porque ha adormecido la capacidad ciudadana para tomar consciencia sobre cuán desregulada se encuentra la elección de magistradas y magistrados con poderes realmente exorbitantes. Incluso hoy, que deberían colmarse ciertas lagunas de estas elecciones, con el artículo 126 inciso 4 de la Constitución, guardamos un inconveniente silencio para no aplicarlo, aunque las consecuencias en el futuro pueden ser fatales.
Trataré de explicar estas ideas.
En la filosofía moral, pensadores como Bernard Williams han desarrollado el concepto de “suerte moral”. Para ilustrar básicamente en qué consiste, imaginemos que dos hombres en circunstancias iguales se pasan un semáforo en rojo, pero solo a uno de ellos le salen adelante una madre con su bebé, sin que pueda verlos, y trágicamente los mata. Mientras uno les quita la vida de forma imprudente a dos personas, el otro no. La suerte de estos imprudentes determina la intensidad de nuestros juicios morales sobre sus acciones, pues, aunque ambos actuaron con imprudencia equivalente, somos justamente más severos con quien acabó con dos vidas humanas, pese a que en el resultado intervinieron factores ajenos a su control.
Como en este ejemplo, en el derecho constitucional existe también algo de suerte: una especie de suerte constitucional. A veces, pese a un inapropiado diseño, las instituciones centrales funcionan de manera aceptable, ya que, por ejemplo, cuentan con servidores excepcionales o circunstancias propicias. En ocasiones, en cambio, incluso una buena institución acaba corrompida por la indignidad extrema de quienes la conducen o la corrupción radical del entorno. En ambos supuestos, los juicios sobre las instituciones varían, no debido a la adecuación de los diseños, sino a pesar de ellos; es decir, a la buena o mala suerte que corrieron.
Como se intuye, la suerte puede opacar la importancia de diseños institucionales apropiados. Una institución indebidamente configurada podría perpetuarse si está acompañada de buena suerte, mientras un diseño serio puede terminar desechado a causa de una fortuna adversa. No obstante, no cualquier institución da lo mismo. Se necesitan buenas instituciones, no para esperar de ellas soluciones perfectas, que eviten cualquier mal desenlace, sino para controlar mejor el futuro y no depender predominantemente de un azar favorable.
Algo de lo que menciono se ve en la elección de integrantes de la Corte Constitucional. La Corte posee poderes exorbitantes: selecciona discrecionalmente tutelas, declara estados de cosas inconstitucionales, imparte órdenes complejas, revisa leyes y reformas constitucionales, e incluso, desde hace poco, puede suspender provisionalmente las leyes. Pese a todas estas facultades, los controles interorgánicos a la Corte son escasos, lo cual es comprensible para garantizar su independencia. Sin embargo, la elección para cargos con potestades tan descomunales y controles débiles debería encontrarse precisamente regulada, para garantizar la idoneidad de la institución. Pero debido a la buena suerte que, en general, ha existido en la elección de magistraturas constitucionales (con una grave y preocupante excepción judicialmente comprobada), se han admitido dos peligrosos vacíos en el proceso que se surte para elegirlas.
Por una parte, se asume que no está regulado el proceso de conformación de ternas. Es verdad que el presidente Santos en su momento, y periódicamente la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado han hecho convocatorias públicas para integrar sus ternas, con actos de preselección que envuelven audiencias públicas y participación ciudadana. Pero, en la práctica, se ha interpretado que estos procesos son voluntarios, y no obligatorios. Por ello, cuando el presidente Duque derogó las regulaciones que dictó su antecesor para un proceso más público de elaboración de ternas, el Consejo de Estado juzgó esa clase de derogatorias perfectamente admisible. Y, más recientemente, el presidente Petro configuró su terna para la Corte Constitucional sin ningún proceso público, y con la aceptación casi general. Este es un primer vacío de la regulación.
Una vez configuradas las ternas, además, no está regulada la elección a cargo del Senado entre los ternados. El ordenamiento carece de reglas que disciplinen tres aspectos de esta crucial etapa: el lobby de los ternados ante los congresistas; el proceso de escrutinio sobre los candidatos y las circunstancias de tiempo y modo que deben rodear el debate del Senado en torno a la elección. Este es el segundo vacío.
Al menos una de esas lagunas, sin embargo, debería entenderse colmada. Tras el Acto Legislativo 2 de 2015, el artículo 126 inciso 4 de la Constitución prevé que “la elección de servidores públicos atribuida a corporaciones públicas deberá estar precedida de una convocatoria pública reglada por la ley”, sujeta a “los principios de publicidad, trasparencia, participación ciudadana, equidad de género y criterios de mérito para su selección”. Los magistrados de la Corte Constitucional son servidores públicos elegidos por una corporación pública (Senado), y por ello su elección debería sujetarse a ese precepto y a la Ley 1904 de 2018, que fija por analogía las reglas para ello.
Era de esperarse que, entonces, para conformar su terna a la Corte Constitucional, el presidente de la República hiciera una convocatoria pública, conforme a la Constitución. Y en vista de que no lo hizo, lo justo era que toda la comunidad exigiera un proceso de elección debido del siguiente magistrado de la Corte Constitucional, ajustado a la Constitución. Pero nada de esto sucedió.
Tener buena suerte puede ser peligroso, como dije. En este caso, teníamos la oportunidad de mejorar el proceso de elección de integrantes de la Corte Constitucional, pero nuestra buena suerte pasada nos adormeció, y quedamos ante el continuo peligro de una elección desregulada de servidores extraordinariamente poderosos y sujetos a controles débiles.
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