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Actualizado hace 13 horas | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Informe


Los marineros de las aguas turbulentas

04 de Julio de 2023

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Los marineros de las aguas turbulentas

Nicolás Tirado

Socio de las áreas de Corporativo/M&A e Insolvencia Philippi Prietocarrizosa Ferrero DU & Uría (PPU)

 

Y entonces pasó lo que tenía que pasar. Siguiendo la tendencia mundial, la economía colombiana comenzó a mostrar síntomas de recalentamiento y, como era de esperarse, la situación financiera de las empresas empezó a contagiarse de ese deterioro.

Acá no hay sorpresas, pues están todos los ingredientes para producir la tormenta perfecta.

¿Dónde estamos?

En el país, el producto interno bruto (PIB), que creció, en el 2022, el 7,5 %, se desacelera vertiginosamente, al punto de que las proyecciones para el 2023 apuntan a una cifra entre el 1,1 % y el 1,3 %. Por otro lado, la tasa de interés sigue en máximos dentro de la historia reciente, con el interés bancario corriente sobre el 30 % para marzo de este año, cuando era del 18,47 %, en marzo del 2022, y del 17,41 %, en el mismo mes del 2021.

La tasa de cambio parece acomodarse en el rango entre los 4.500 y los 4.600 pesos por dólar, cuando hace un año estaba, aproximadamente, un 10 % más bajo, sumado a la inflación del 13,12 %, para el 2022 y que se proyecta –ojalá– sobre el 8,7 %, para el 2023, según la expectativa del Banco de la República.

La reacción en los deudores y la “quiebra emocional”

¿Qué está pasando, entonces, en las calles, como efecto de todo esto? Mucha gente está incumpliendo y acogiéndose a los mecanismos de protección previstos en la Ley 1116 del 2006.

Buena parte de este fenómeno es real, producto de una apretada situación financiera derivada, por un lado, de mayores costos y gastos, en donde son protagonistas, casi por igual, el aumento en la proveeduría y las nóminas, en tándem con la creciente dificultad para atender el pago de intereses. Y, por el otro lado, la caída de los ingresos, en la medida en que el mercado prioriza otras cosas y se contrae en un ambiente de escasez.

Esta situación es especialmente notoria en los segmentos empresariales altamente apalancados o muy dependientes del crédito.

También ocurre una especie de “efecto dominó”, en el cual la insolvencia de un deudor trae como consecuencia la insolvencia de otro, que no recibe lo que estaba esperando recibir y, a su vez, incumple y deteriora la situación financiera de alguien más, y así sucesivamente.

Además del componente real y verificable, se observa en el mercado un fenómeno que podría llamarse de “quiebra emocional”, que ocurre cuando los deudores buscan reestructuras, acuerdos de acreedores o se acogen directamente a la Ley 1116, sin que lo necesiten verdaderamente, pues son presas del pánico que toda esta situación genera, tal vez sin pensar demasiado en las consecuencias que esto ocasiona para su negocio en el corto, mediano y largo plazo.

Y, entonces, ¿qué les pasa a los acreedores?

Los acreedores están recibiendo malas noticias. A los que les deben más plata, los llaman los presidentes de las compañías deudoras a invitarlos a un restaurante para contarles que no les van a pagar. Esto, para ver qué alternativas logran negociar en la forma de quitas sobre la principal de sus deudas, periodos de gracia, renegociación de plazos, daciones en pago, condonación de intereses y otra serie de dolores de cabeza que requieren, con frecuencia, un golpe a los estados financieros y, probablemente, una gestión de activos que no estaba en los planes de nadie.

Igual, cualquier cosa es generalmente preferible para estos acreedores que empujar al deudor a los brazos de la Ley 1116.

Los más pequeños, por regla general, no reciben nada, salvo, ocasionalmente, la notificación del trámite concursal acompañada de una invitación a hacer la fila para el pago de su crédito. Normalmente, ni el teléfono les contestan, a pesar de la insistencia de sus áreas de cartera, o se da el inicio de demandas que presionan a hundir compañías que, de entrada, están insolventes. Es ahí, entonces, cuando el empresario se ve forzado a escoger únicamente entre opciones malas: o se atiene a lo que pase sin opinar ni enterarse, o mira a ver cómo se hace representar en un proceso concursal, metiéndole plata buena a un negocio malo, para ver qué puede hacer para que le paguen; o vende su acreencia por un porcentaje digno de “lágrimas” a alguno de los profesionales de la insolvencia en Colombia, a cambio de algo que, al menos, le alcance para sobrevivir un par de meses más sin quebrarse.

En ese punto, ni los grandes ni los pequeños vuelven a hacer negocios a crédito con esa empresa. Ni muertos. La reacción es parcialmente racional y parcialmente emocional nuevamente: la exposición ya es demasiada y nadie quiere volver a pasar la angustia de la fila en un concurso o de una negociación con la pistola de la quiebra en el cinturón. También les parece que el deudor quebrado los robó, que es un estafador, y entonces cambian la denuncia en la fiscalía por un mensaje antipático el 25 de diciembre para ahorrarse más costos de abogados.

La verdad es que nuestro empresariado está compuesto, principalmente, por capitanes de aguas tranquilas, y más bien poco por capitanes dispuestos a las aguas turbulentas de la quiebra.

La solución tradicional ante esta problemática impone que los financiadores únicamente prestan plata con garantías y fuentes de pago por fuera del perímetro de la quiebra. Los proveedores solo despachan cuando les pagan por adelantado, y la empresa vive de su escasa caja, condenada a una especie de “apnea” operacional, produciendo para el opex, todo lo cual es insostenible en el largo plazo e inhibe el crecimiento y la recuperación rápida.

Así, la situación de la empresa deudora solo empeora, las posibilidades de recuperación se dificultan o desaparecen, los trabajadores se quedan sin trabajo, los proveedores sin clientes, los clientes sin productos ni servicios, el Gobierno sin impuestos y el país empieza a vivir los efectos de una recesión.

¿Estamos en problemas?

No. En los funerales, dice un amigo, hay quienes lloran y hay quienes venden pañuelos. Uno puede decidir en dónde se para.

En este país, pesimista de arraigo, se empiezan a ver las personas que han encontrado las oportunidades que están en las aguas turbulentas. No es tan fácil, tan claro, tan familiar o tan cómodo como hacer negocios con el viento a favor, pero, con algo de disposición y dedicación, se encuentran cosas interesantes en los lugares menos pensados.

Ejemplos hay muchos: el enorme hueco que dejaron los financiadores tradicionales al abandonar a su suerte a las empresas en problemas ha sido llenado por compañías nuevas, con fondos locales o internacionales, que se cubren con mecanismos legales relativamente simples y baratos (como garantías mobiliarias innovadoras), que corren un moderado riesgo y no solo hacen una utilidad decorosa, sino que contribuyen a que se preserve un negocio en marcha, con todas las ramificaciones que esto implica.

Desde otro punto de vista, compradores de compañías o activos están adquiriendo negocios con marcas, clientes, contratos, relaciones o conocimientos increíbles, a precios que, en condiciones por fuera de una crisis, no podrían pagar. Así, además de salvarse la empresa, se apalanca el crecimiento del comprador o se atrae inversión al país, entre mil ventajas más que contrastan intensamente frente a la desolación que puede dejar una bancarrota.

Uno se para en donde quiere pararse. Ver las oportunidades en esto no es evidente. Aprovecharlas es un hábito que, como cultura de negocios, no tenemos y que, como país, necesitamos más de lo que creemos.

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