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Actualizado hace 12 horas | ISSN: 2805-6396

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Día Internacional de la Mujer


Las abogadas colombianas: razones para nuestra insatisfacción

08 de Marzo de 2021

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María Adelaida Ceballos Bedoya

Candidata a Doctora en Derecho en McGill University y becaria Vanier del gobierno canadiense

 

Una de nuestras premisas feministas, como sugiere Chimamanda Adichie, quizás debería ser: “yo importo. Importo igual. No ‘en caso de’. No ‘siempre y cuando’. Importo equitativamente y punto”. La conmemoración del Día Internacional de la Mujer es una ocasión oportuna para insistir en que, aunque ha habido avances importantes para las abogadas colombianas, persisten desigualdades que obstaculizan el cumplimiento de esta premisa feminista en la profesión jurídica. Estas desigualdades son flagrantemente injustas y, en esa medida, justifican nuestro reclamo e insatisfacción.

 

Al decir de algunos juristas prestigiosos, las abogadas no deberíamos quejarnos de nuestra situación dentro de la profesión. Deberíamos, en cambio, concentrarnos en celebrar los valiosos espacios que hemos abierto en menos de medio siglo. Y es que es cierto que las condiciones de las abogadas han mejorado en pocos años: las mujeres teníamos el 7 % de las tarjetas profesionales a inicios de los setenta y actualmente somos titulares de la mitad. Nuestra presencia en las facultades de Derecho antes era marcadamente minoritaria, mientras que hoy somos mayoría entre los graduados de pregrado (54 %) y posgrado (55 %).

 

También somos la mitad en ámbitos tradicionalmente masculinos como las grandes firmas de abogados, la Fiscalía y la judicatura. Incluso la Corte Constitucional tiene por fin una composición paritaria, así que lejos quedó el día en que la primera magistrada encontró que en su oficina solo habían construido baños para magistrados hombres, seguramente porque nunca pensaron que allí llegaría una mujer. Además, hoy las formas de discriminación son más sutiles, menos conscientes y mucho más reprochadas que antes.

 

Todos estos avances son, sin duda, importantes, pero lo cierto es que persisten muchas desigualdades de género en nuestra profesión. Como mostré con Mauricio García Villegas en Abogados sin reglas, las mujeres somos mayoría en los cargos bajos de muchas instituciones, pero estamos subrepresentadas en las cúpulas, a pesar de que abundan las candidatas brillantes para ocupar esos cargos. Representamos solamente el 22 % de los árbitros designados por las partes y el 15 % de los socios directores de las principales firmas del país. No solamente seguimos teniendo un acceso limitado a los tribunales y las altas cortes, sino que nuestra inclusión no ha sido progresiva: por ejemplo, las mujeres tenemos una participación del 23 % en el Consejo de Estado y del 13 % en las salas ordinarias de la Corte Suprema, que son porcentajes menores a los registrados hace una década. En el mismo sentido, hoy representamos el 17 % de los conjueces de la Corte Constitucional, que es el mismo porcentaje que teníamos hace 12 años cuando el número de magistradas titulares era menor. Y, en general, las pocas mujeres que consiguen llegar a las cúpulas suelen pagar por ello costos sociales y emocionales demasiado altos.

 

Además de estos techos de cristal, siguen existiendo muchas diferencias entre abogadas y abogados en términos de participación, ingresos, cargas y reconocimiento. Como ha mostrado María del Pilar Carmona, persisten las brechas salariales, la doble carga familia-trabajo y las barreras asociadas a la maternidad, lo cual afecta nuestras posibilidades de ascenso y permanencia. Persiste también la sobrerrepresentación de las mujeres en las áreas del Derecho menos prestigiosas y la subrepresentación en las conferencias académicas (el 33 % de las cuales no tienen panelistas mujeres). Estas desigualdades son todavía más marcadas cuando convergen otras categorías de exclusión. Es el caso de las mujeres de clase baja, quienes encuentran mayores dificultades que los hombres de su misma clase para acceder a las mejores universidades públicas. Es también el caso de las abogadas pertenecientes a minorías raciales, quienes están más subrepresentadas en los cargos públicos y se enfrentan con estereotipos más potentes que otras mujeres o que los hombres de su misma raza. La lista de desigualdades es larga.

 

Lo que quiero decir es que la historia de las abogadas nos deja razones para el entusiasmo, pero también (incluso más) para la insatisfacción. Aunque las mujeres hemos llegado a espacios antes inaccesibles, estamos lejos todavía de alcanzar la igualdad de condiciones. Es posible que paulatinamente accedamos a más y mejores posiciones profesionales. Pero me temo que, como muestra la experiencia de otros países, esto no es algo que ocurrirá orgánicamente con el mero paso del tiempo. De hecho, no hay ningún pacto social o institucional que nos garantice que el estado de cosas que tenemos hoy no retrocederá. Ni siquiera la judicatura, por medio de sus propias selecciones, está enviando mensajes claros a la comunidad jurídica sobre la urgencia de garantizar la equidad de género. Y esta inclusión incompleta y esta ausencia de garantías son, al menos para mí, motivos poderosos de reclamo. Lo serán hasta que la profesión se tome en serio que las mujeres importamos. No “en caso de” que sigamos soportando espacios laborales segregados. No “siempre y cuando” asumamos los costos de nuestra inclusión. Importamos equitativamente y punto.  

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