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“Volteo de tierras” versus incorporación legítima de suelos

22 de Noviembre de 2017

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Juan Manuel González

Socio de Pinilla González & Prieto Abogados

 

En los últimos meses, viene haciendo carrera en el país la expresión “volteo de tierras” para definir la indebida incorporación de suelo rural al uso urbano mediante actuaciones non sanctas que involucran tanto al sector público como al privado. Sin desconocer que se trata de un fenómeno preocupante que requiere una acción decidida de las autoridades para evitar que cualquier incorporación de suelo se haga de manera ilegítima y fraudulenta, esto es, sin el cumplimiento de los requisitos jurídicos y técnicos, también es pertinente insistir en que no todas las incorporaciones equivalen a “volteo de tierras” y, por consiguiente, esta actividad, que es legítima y está amparada por la Constitución y la ley, debe mantenerse al margen de generalizaciones negativas que desconocen procesos serios y ordenados de desarrollo territorial.

 

Lo primero que hay que decir es que “incorporación de suelo” y “volteo de tierras” son dos conceptos distintos que se han venido mezclando de manera tendenciosa y desinformada. El primero, alude a una actividad legítima (regulada por la Ley 388 de 1997), que permite a cualquier municipio o distrito colombiano que tenga necesidad de hacerlo, ampliar sus perímetros urbanos o habilitar suelos no desarrollados dentro de los mismos para facilitar la construcción de infraestructura de servicios públicos, vivienda, comercio u otros servicios, en aras de satisfacer sus requerimientos y expectativas de crecimiento. Ahora bien, para llevar a cabo estas incorporaciones, es preciso modificar, en algunos casos, los planes de ordenamiento territorial y desarrollarlos a través de sus instrumentos reglamentarios, como son los planes parciales, los macroproyectos o las actuaciones urbanas integrales. Cualquiera de estos instrumentos permite incorporar nuevos suelos al desarrollo urbano.

 

Por su parte, el “volteo de tierras” no es otra cosa que la incorporación de suelo que se hace sin estudios técnicos, es decir, sin un análisis serio de la capacidad de ese suelo para ser integrado al desarrollo urbano. Además de carecer de este componente técnico, el “volteo de tierras” entraña un cambio en las normas de suelos que da lugar a transacciones entre privados sin que ese mayor valor de la tierra se incorpore al desarrollo urbano como parte de los costos del urbanismo. Y al no perseguir ninguna finalidad de interés público, la incorporación ilegítima del suelo acaba reducida a un simple cambio de color en un plano, donde la tierra rural pasa a ser urbana de un plumazo. Al hacerse esa modificación, abrupta, ilegal y antitécnica, también se abren las puertas a la especulación en el valor del suelo. Esto es, sin más, el llamado “volteo de tierras”, una práctica reprochable desde todo punto de vista.

 

Estudios técnicos

 

Un segundo componente esencial a la incorporación legítima de suelos es el que atañe específicamente a los estudios técnicos, indispensables para demostrar que la decisión de llevar a cabo cualquier incorporación se basa en un análisis riguroso del potencial o la capacidad que tiene un suelo de soportar la prestación de servicios públicos domiciliarios, la construcción de vivienda o espacio público para parques, equipamientos, accesibilidad a la malla vial arterial del municipio y conectividad, entre otros factores que deben ser objeto de estudio.

 

Una vez en este punto, es pertinente preguntarse: ¿quién debe hacer estos estudios? ¿Son responsabilidad exclusiva del Estado o los particulares pueden concurrir a su elaboración? Al respecto, la ley contempla dos caminos: uno, que sea el Estado, el municipio o los distritos, quienes aporten la capacidad económica, logística y de infraestructura de personal requerida para hacerlos, con el fin de tomar sus propias decisiones en materia de ordenamiento. Y dos, que los particulares asuman esa tarea y le propongan al Estado la incorporación de un territorio o de unos predios amparándose en el principio de participación democrática, de rango constitucional y legal. En este mismo sentido, la Ley 388 de 1997 prevé que, por ejemplo, quien esté formulando un plan parcial no solamente entregue dicha propuesta en un documento técnico de soporte, sino también el proyecto de decreto correspondiente que dice cómo se debe ordenar ese territorio.

 

Otro argumento para entender cómo puede desarrollarse el principio de participación democrática es el que ofrece en el numeral 6º del artículo 19 de esta misma ley, donde se establece: “En los casos previstos en las normas urbanísticas generales, los planes parciales podrán ser propuestos ante las autoridades de planeación municipal o distrital para su aprobación, por personas o entidades privadas interesadas en su desarrollo. En ningún caso podrán contradecir o modificar las determinaciones de los planes de ordenamiento ni las normas estructurales de los mismos”. Queda visto, entonces, que cuando se hacen de manera técnica y en armonía con la normativa vigente, las incorporaciones de suelo son legítimas y permiten un desarrollo creciente y eficiente de municipios y ciudades con participación directa del sector privado.

 

Plusvalía

 

Un tercer aspecto importante tiene que ver con la creencia infundada de que una vez se produce una incorporación de suelo destinado al desarrollo urbano, automáticamente se genera un incremento exagerado en el valor de la tierra, lo cual es completamente falso. Si bien es cierto que las incorporaciones legítimas conllevan un incremento en el valor de la tierra, este se encuentra debidamente previsto y reglamentado en el ordenamiento jurídico a través de la participación en la plusvalía. Muy distinto es lo que ocurre con el llamado “volteo de tierras”, una práctica nefasta que, como ya se dijo, encarece la tierra al vaivén de la especulación, las prácticas malsanas y los intereses particulares.

 

Por el contrario, la participación en la plusvalía implica que el mayor valor generado por el cambio de la norma urbanística debe ser repartido entre el Estado y el propietario de la tierra, no de manera caprichosa, sino acogiéndose a los criterios señalados en la ley o en los reglamentos, siempre, y esto hay que resaltarlo, en defensa del interés general y el bienestar de la ciudadanía.

 

Así lo dispone el artículo 82 de la Constitución Política, cuando ordena que “las entidades públicas participarán en la plusvalía que genere su acción urbanística y regularán la utilización del suelo y del espacio aéreo urbano en defensa del interés común”. A su vez, esta norma es desarrollada en el artículo 73 de la Ley 388 de 1997, donde se reitera que la participación en la plusvalía por parte de las entidades públicas “se destinará a la defensa y fomento del interés común a través de acciones y operaciones encaminadas a distribuir y sufragar equitativamente los costos del desarrollo urbano, así como el mejoramiento del espacio público y, en general, de la calidad urbanística del territorio municipal o distrital. Los concejos municipales y distritales establecerán mediante acuerdos de carácter general, las normas para la aplicación de la participación en la plusvalía en sus respectivos territorios”.

 

En síntesis, siempre que se trate de un proyecto bien encaminado, deberá incorporarse al mismo la plusvalía o cualquier otro instrumento de financiación del desarrollo urbano para producir ciudades y municipios que crezcan de manera armónica, equilibrada y legítima. Por tanto, la incorporación de suelos no puede ser satanizada per se, pues como se ha visto, los focos de corrupción se originan en modificaciones reglamentarias que carecen de estudios técnicos serios, que muchas veces otorgan edificabilidades altísimas sin cargar urbanísticamente los proyectos. Para combatir el “volteo de tierras”, las autoridades distritales y municipales deben respetar el principio técnico al momento de hacer modificaciones al ordenamiento territorial, partiendo siempre de ecuaciones serias entre la producción de edificabilidad y las cargas urbanísticas.

 

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