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Actualizado hace 3 horas | ISSN: 2805-6396

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Pepe Mujica

30 de Abril de 2015

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Juan Gustavo Cobo Borda

 

 

 

De sus ochenta años, Pepe Mujica pasó 14 en cárceles militares uruguayas. Fue torturado, física y sicológicamente, como les sucedió también a las hoy presidentas de Brasil y Chile. Hasta tal punto que fue internado como paciente siquiátrico en el Hospital Militar de Montevideo, por síntomas de locura, paranoia y delirio, traumatizado muchas veces con la amenaza de ser fusilado. Uno de los pocos consuelos en su celda aislada era leer un libro como Claveles y gladiolos, que lo remontaba a su juventud, cuando ayudaba a su madre como floricultor.

 

Fue una época dura. La guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros comenzó robándose armas de un club de tiro suizo, en la localidad de Nueva Helvecia, un próspero enclave que confirmaba a este país de tres millones de habitantes y 180.000 kilómetros cuadrados como un país de inmigrantes. Mujica, por ejemplo, tiene raíces vascas y su mujer, polacas.

 

Su vida revolucionaria continuó con la toma de la ciudad de Pando, en 1969, donde ingresaron en un fingido cortejo fúnebre, el ataúd sellado y con papas en su interior para engañar con el peso. También la organización secuestraría y asesinaría al norteamericano Dan Mitrione, que primero policía, luego agente del FBI y más tarde de la CIA, terminaría siendo el “principal asesor de la policía uruguaya”, en temas de contrainsurgencia y tortura, según el archivo de la Universidad George Washington, tal como lo documenta Mauricio Rabuffetti en su José Mujica. La revolución tranquila (Aguilar, 2015), un libro valioso para conocer del personaje y sus repercusiones globales.

 

Después de recibir una serie de seis disparos en una requisa policial y de protagonizar una cinematográfica fuga, el 5 de septiembre de 1971, del penal de Punta Carretas, donde alcanzaron a salir 111 presos luego de cavar un túnel a través de las celdas, Uruguay rechazó por plebiscito en las urnas la continuación del régimen dictatorial.

 

En este punto Mujica debió dejar las armas y jugar con las cartas de la democracia que había repudiado. El asaltante de bancos fomentaría la inversión extranjera, y el marxista inicial deslumbrado por Cuba y Fidel Castro respetaría la libertad de prensa, la independencia de poderes, la coexistencia de partidos políticos y las elecciones libres. Algo muy lejano, por cierto, del autoritarismo vertical y partido único, con censura y represión de cualquier disidencia en Cuba, como señala Mario Vargas Llosa en la nota final.

 

Con su chacra de 20 hectáreas, su Volkswagen Escarabajo de 1987 color celeste y su perra Manuela, de solo tres patas, Mujica ganaría la elección presidencial, del 2010 al 2015, a pesar de las advertencias del expresidente Sanguinetti, quien escribió: se trata de “un viejo guerrillero con pinta de verdulero y habla vulgar”. Podría haber añadido que Mujica no tenía ningún título, y aun así el pueblo lo votó en masa.

 

Ahora vendría lo difícil, y en líneas generales lo logró: “El salario real creció y el desempleo bajó” (p. 269). Pero en otros campos reconoció sin tapujos el “fracaso”, al no poder reformar el sistema educativo uruguayo, por la negativa de los sindicatos de la enseñanza. Predicó, con su forma de vivir, la austeridad, pero el crecimiento económico y los centros comerciales desbordaron el consumo, y Mujica inició su prédica internacional con dos celebres intervenciones, una en la cumbre ambiental de Rio de Janeiro +20 del 2012 y en la Asamblea General de Naciones Unidas, en el 2013, donde habló 45 minutos sin ser interrumpido.

 

La esencia de su mensaje era cómo estamos perdiendo la vida solo para trabajar y acumular. Caer en garras de la obsolescencia planificada que nos incita a consumir nuevos productos y a renovar los modelos. Todo lo cual contribuía a la desigualdad más flagrante en todo el planeta, ampliando las brechas sociales.

 

Las 121.000 personas que murieron en México durante los seis años del gobierno de Felipe Calderón por culpa de la narco-guerra estarían presentes de seguro cuando Mujica propuso legalizar la marihuana con control del Estado. También el matrimonio de parejas gay y el aborto planificado. Hubo controversia, discrepancia y oposición, pero en el 2013 The Economist declaró a Uruguay el país del año por esas medidas. También recibió presos de Guantánamo, niños sirios, y su ministro del Interior, Bonomini, declaró: “En Uruguay desde 1985 cuando volvió la democracia han pedido refugio más de cuatrocientas personas, en este momento hay doscientas. Hay gente proveniente de la guerrilla colombiana y hay gente proveniente de los paramilitares colombianos. Se les ha dado refugio y no han generado ningún problema” (p. 225).

 

Por seguir siendo como es, y por una buena parte de estas acciones mencionadas, Mujica terminó su periodo con alta aceptación. Este libro pormenorizado y justo con tan carismático personaje es un espejo válido para apreciarlo mejor.

 

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