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Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


El oscuro legado de Napoleón

03 de Septiembre de 2014

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20107
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Francisco Reyes

Francisco Reyes Villamizar

Miembro de la Academia Internacional de Derecho Comercial

societario@gmail.com

 

 

 

Tan lejos como estamos de Francia, parece curioso que sigamos sujetos a la influencia de muchas de sus instituciones decimonónicas. Entre nosotros ha prevalecido una especie de temor reverencial por todo lo que tenga proveniencia gala. Es como si la legitimidad de esta “denominación de origen” constituyera dogma irrefutable y la osadía de censurarla, fuera digna de anatema.

 

Lo mismo sucede con el legado napoleónico, cuya presencia en América Latina aún hoy persiste en muchos ámbitos institucionales y académicos. A pesar de la adoración fanática que muchos profesan por la obra de Bonaparte, lo cierto es que hoy se reconocen notorios desaciertos en sus políticas de Estado, muy centradas en su excesiva y hasta pintoresca egolatría (se disfrazaba de emperador romano). También pueden apreciarse deficiencias significativas en la estructura institucional que diseñó para Francia y, por supuesto, conspicuos errores de orientación en el que siempre consideró como su principal legado: el Código Civil.

 

Hasta hace no mucho tiempo, pocos se atrevían a formular reparo alguno sobre este código. La visión tradicional sobre el estatuto coincidía, por lo general, con la expresada por el célebre escritor André Maurois, quien reseña en su biografía ilustrada de Napoleón que “durante la discusión de los artículos del Código deslumbró a una comisión compuesta por eminentes juristas por la fuerza de su sentido común y su visión”.

 

Pero el juicio de la historia sobre el emperador y su legado ha comenzado a resquebrajarse. Lionel Jospin, ex primer ministro de Francia, acaba de publicar un libro esclarecedor sobre el dudoso legado de Napoleón (Le mal napoléonien, Paris, Éditions du seuil, 2014). Aunque el autor dice no inscribirse en la lista de quienes adhieren a la “leyenda negra” sobre el emperador, sí tiene la audacia de denunciar la traición a las ideas revolucionarias, el inconcebible restablecimiento de la nobleza hereditaria y el abandono de las más preciosas instituciones de la República. El autor examina quince años fulgurantes en la trayectoria del Primer Cónsul, autoproclamado más adelante emperador de Francia. Al comparar los medios utilizados por Napoleón, los ambiciosos planes que se trazó y los sacrificios exigidos a los franceses frente a los resultados obtenidos, concluye que este periodo no fue propiamente el más fructífero para Francia ni para Europa.

 

Y respecto del famoso Code Napoleón de 1804, Jospin no ahorra epítetos. Da a entender que se trata de una obra regresiva en muchos aspectos y, sobre todo, contraria a los logros del pensamiento revolucionario de fines del siglo XVIII. En su opinión, ello es particularmente claro en cuanto se refiere al Derecho de Familia, cuyas bases conceptuales habían sido trastrocadas por la revolución francesa. A contramano de esta evolución, en el Código Civil napoleónico se consagró un principio irrestricto de autoridad como norma rectora de la sociedad y del Estado. Así, se restableció, por ejemplo, la autoridad de los padres sobre sus hijos hasta la edad de 25 años y se afirmó la supremacía del marido sobre la esposa. Jospin cita incluso una frase de Bonaparte que resume el espíritu del código sobre la materia: “Es necesario que la mujer sepa que una vez que salga de la tutela de su familia, pasará a la de su marido”.

 

La codificación napoleónica también representó un retroceso respecto de la administración de los bienes de la sociedad conyugal, al crear un marcado desequilibrio entre el hombre y la mujer. Como si lo anterior fuera poco, el acceso al divorcio se restringió exclusivamente al marido y se le negó todo derecho a los hijos naturales. Por lo demás, el ex primer ministro recuerda cómo en el Code Civil se consagró un derecho de propiedad de naturaleza “inviolable y sagrado”, reafirmado de manera casi absoluta por múltiples disposiciones legales. Con criterio paternalista, en este código tampoco se permitió la libertad de testar, tan necesaria en nuestro tiempo.

 

Otro aspecto poco halagüeño del legado napoleónico se pone de presente en la manía codificadora del emperador, para cuyo efecto se valió siempre del apoyo decidido de Portalis y Cambécères. No contento con la expedición del Código Civil en 1804, durante el imperio expidió también los de Procedimiento Civil (1806), de Comercio (1807), de Instrucción Criminal (1808) y el Penal (1809).

 

Las colonias “latinas” de ultramar recibimos todo este influjo de normas sin apercibirnos del contexto en que fueron expedidas ni de la necesidad de una verdadera adaptación –que no simple traducción– respecto de las realidades de cada uno de los países receptores. Transcurridos dos siglos desde el fin del imperio, se siente aún la influencia, muchas veces indeseable, de estas codificaciones y formas de concebir el derecho. Hoy es necesario preguntarse, por tanto, si estas instituciones jurídicas son idóneas para las realidades sociales y económicas contemporáneas.

 

Por ello, cuando se plantean los grandes debates del derecho contemporáneo, lo más conveniente sería asumir una actitud crítica, casi iconoclasta, sobre las normas existentes y el legado de las tradiciones jurídicas. No de otra forma puede aportarse algo nuevo y benéfico al sistema. Con frecuencia es necesario poner en tela de juicio todo lo existente, aunque quienes se atrevan a hacerlo, puedan resultar culpables de herejía.

 

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