Treinta años construyendo paradigmas en la Administración de Justicia
06 de Julio de 2021
Hernando Torres Corredor
Decano de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia
Producto de la insatisfacción ciudadana, surge la Carta Política de 1991, con la expectativa de que cambien las condiciones de convivencia, se superen las brechas en las desigualdades, se terminen los escenarios de los prolongados conflictos armados y la violencia, se derrote la corrupción y se mejoren las precarias garantías para el ejercicio de los derechos individuales y colectivos. A este escenario confluyen varias inconformidades sociales y políticas y se suman ciudadanos que habían militado en la insurgencia. Todos con la expectativa de construir un país de ciudadanos con derechos.
Hace tres décadas, se pactaron unas estipulaciones dirigidas a transformar el Estado liberal, la vida pública, las formas de proferir justicia y generar formas de relacionamiento entre los ciudadanos y de estos con los poderes públicos.
El profesor Luigi Ferrajoli ha expresado que la génesis histórica de las constituciones que configuraban los contratos sociales limitaban el poder de los soberanos y vinculaba los poderes al nuevo pacto: “… todas las constituciones dignas de ese nombre han nacido como rupturas con el pasado y, a su vez, como proyecto de futuro” (Ferrajoli, 2011, pág. 49).
Estado social y justicia: nuevos paradigmas
Brevemente, se esbozarán los elementos fundantes del diseño constitucional de la justicia en el Estado social, que en su conjunto articula los mandatos y la especifica en el artículo 2º y en el título VIII, calificada como función pública. La justicia y su administración serán ejes centrales de la estructura del Estado constitucional, pero también de los ciudadanos, a quienes alberga. Para ello, se requiere la construcción de nuevos paradigmas del derecho, en las formas de hacerlo efectivo y en el diseño de los aparatos estatales.
Este nuevo enfoque exigirá cambios fuertes en el diseño, dado el papel de garante que tiene el Estado para el ejercicio de los deberes y derechos consagrados en el contrato social renovado por la pluralidad de constituyentes en 1991. Se incluyeron en el núcleo de derechos (parte dogmática) los referidos a las libertades públicas, la propiedad y la participación política, así como los nacientes derechos sociales y de protección.
También se incorporó el concepto de derecho fundamental que, en expresión de Robert Alexy, no solo ocupará el máximo rango en el ordenamiento jurídico, sino también tendrá su gran importancia en la comunidad, dado que “mediante los derechos fundamentales se decide acerca de la estructura básica de la sociedad” (Alexy, 2006, pág. 33). El contenido dogmático ha de ser el fundamento y la razón de ser del Estado constitucional. Sin embargo, para que puedan alcanzar la materialidad de los derechos, deben articularse con el componente orgánico, vale decir, con los aparatos de justicia y con su administración.
El proceso de rupturas con el pasado
La administración de justicia de la época estaba subordinada al Poder Ejecutivo (Ministerio de Justicia), en donde se gestionaban de forma dispersa los recursos de la Rama Judicial: Fondo Rotatorio, Escuela Judicial, divisiones de atención a la jurisdicción y una precaria gestión del talento humano, cuyas remuneraciones tardaban entre 3 y 4 meses. Ello condujo a que el constituyente diera cuerpo a un gobierno autónomo e independiente del Ejecutivo y se creara el Consejo Superior de la Judicatura, el cual asumiría toda la administración de los aparatos de justicia y parte de la gestión que tenían las corporaciones nacionales.
Esta inmensa tarea implicaba planear el desarrollo de la rama, gestionar las demandas de justicia de los ciudadanos, velar por su desarrollo arquitectónico y territorializar la atención en justicia. Todo ello requería buscar apalancamiento financiero para dignificar el ejercicio profesional de los jueces y empleados, y obtener una remuneración acorde con el papel que les asignaba la sociedad, que, como dice Ronald Dworkin, importan tanto los jueces en la sociedad que “las personas pueden ganar o perder más por el asentimiento de un juez que por cualquier acto general del congreso o del parlamento” (Dworkin, 1988, pág. 15). Así, la nueva dimensión del proceso de gobierno autónomo estará centrado en los aparatos estatales de todos los niveles y de todas las jurisdicciones, incluso la recién creada jurisdicción constitucional.
Una segunda gran tarea se aviene con la parte dogmática. En efecto, decir el derecho, en una sociedad democrática y bajo el halo del Estado social, requerirá reafirmar la independencia de los protagonistas: magistrados y jueces. El principio de independencia judicial, que aún sigue en proceso de consolidación, tuvo su origen en los consejos de la magistratura de Europa, institución que surge para proteger a los funcionarios judiciales contra los abusos e intromisiones de los regímenes absolutistas. Este principio significa que el funcionario judicial proporciona una garantía de trato igual a todos los ciudadanos.
Reforzar los mecanismos para combatir la impunidad
La creación de la Fiscalía General de la Nación produce igualmente una ruptura con la antigua institución de los jueces de instrucción criminal. Se diseña un aparato de justicia dedicado exclusivamente a la investigación criminal y a la acusación de los involucrados ante la jurisdicción especializada penal. Esta entidad hace parte de la Rama Judicial, goza de autonomía y su misión es combatir la impunidad y todas las formas de criminalidad.
De otra parte, ante la insuficiente protección de los derechos humanos por parte de la institucionalidad, se crea la Defensoría del Pueblo, a la que le corresponde acompañar a los ciudadanos desprotegidos para lograr su amparo ante los sujetos públicos y privados.
La creación del escenario constitucional
El Estado constitucional requería de un aparato estatal (la Corte Constitucional) que les brindara a los ciudadanos la garantía del ejercicio de sus derechos mediante el desarrollo de una tutela judicial efectiva y de la defensa del debido proceso en todas las actuaciones administrativas y judiciales. Ello sugería crear una jurisdicción que acercara más los postulados constitucionales al ciudadano. Para tal efecto, se contaría con un recurso ágil y amigable denominado “tutela” y se haría empatía con lo que esquemáticamente se ha denominado en varios países de Europa la “revolución judicial”, que se puede definir “como el crecimiento del poder del derecho y de la institución judicial en el funcionamiento y regulación de nuestra vida política, económica y social” (Delaloy, 2005, pág. 27).
Las brechas en el modelo de administración de justicia
El diseño constitucional introduce nuevos paradigmas, los cuales requieren para su consolidación mayor voluntad política e innovación, con el fin de superar las brechas aún existentes: el desequilibrio entre el componente orgánico y dogmático que cuestiona la capacidad del Estado para satisfacer las demandas ciudadanas. Según el profesor Humberto Sierra, esta brecha “deba ser compensad[a], así sea en parte, por el aparato judicial” (Sierra, 2008, pág. 194). Ese traslado de responsabilidades a la judicatura se expresa en procesos de congestión, a pesar del elevado nivel de productividad, que pasó de 143 procesos evacuados por despacho judicial, en 1993, a 273, en el 2020 (cálculos propios. Fuente: CSJ) y de contar, con 11,28 jueces por cada 100.000 habitantes, muy por debajo del promedio de 64 jueces que registran los países de la Ocde (2021).
En este sentido, sí cambia el núcleo referente de los derechos, ahora fundamentales. El juez que antes aplicaba el derecho, actualmente interpreta las normas de cara a los casos concretos, por lo cual se precisa cualificar aún más la cultura constitucional de la jurisdicción. No en vano, el conjunto de reformas a los códigos ha tomado la ruta de la constitucionalización.
Para hacer integral el desarrollo de los aparatos de justicia, se requiere superar el déficit financiero de la Rama Judicial que, aun cuando el presupuesto del sector aumentó del 0,39 % (1990) al 0,67 % (2021), con relación al PIB, disminuyó su participación en el presupuesto general de la Nación. Finalmente, hay que señalar la baja inversión per cápita anual que escasamente llega a 9.963 pesos, incluidos los costos de tecnologías y seguridad (cálculos propios. Fuentes: Minhacienda, Dane y CSJ).
Una pausa en estos treinta años permite examinar en dónde estamos y qué brechas tenemos que superar para generar los escenarios visualizados en la Constitución, a fin de construir un Poder Judicial fuerte e independiente que responda a los nuevos ciudadanos. danos.
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