06 de Septiembre de 2024 /
Actualizado hace 20 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

¡Que la vergüenza cambie de lugar!

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María Camila Correa Flórez

Profesora principal de Carrera y coordinadora del área de Derecho Penal de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario.

@MKamilaC

 

En Francia, Dominique Pelicot llevaba años mezclando somníferos con la comida de su esposa a quien, una vez inconsciente, violaba e invitaba a otros hombres a hacerlo. Durante varios años, más de 50 hombres violaron a Giséle Pelicot. Ella nunca supo lo que sucedía, solo se sentía enferma, adolorida y atemorizada por las lagunas mentales que tenía.

El casó llegó a la justicia por pura casualidad. Resulta que el señor Pelicot, no contento con las atrocidades que cometía casi a diario en casa, disfrutaba grabando por debajo de las faldas de las mujeres en un centro comercial. Debido a esto, las autoridades lo identificaron y, cuando estaban buscando las grabaciones, encontraron los videos en los que diferentes hombres violaban a su esposa, mientras ella estaba completamente inconsciente.

Este semana inició el juicio en su contra, él no ha negado ningún cargo, y ella ha solicitado que todo sea público porque en una acto de valentía, dignidad y fortaleza, quiere que el mundo conozca la cara de todos y cada uno de sus agresores: “¡Que la vergüenza cambie de lugar!”, afirmó.

Este caso pone sobre la mesa al menos dos puntos importantes relativos a la violencia sexual contra las mujeres. El primero, la estigmatización de las mujeres víctimas de violencia, sobre todo de violencia sexual. El segundo, el prejuicio discriminatorio que fundamenta la violación de mujeres.

Durante años ha existido una construcción social relativa a que la violencia sexual, sobre todo la violación, es una deshonra para la víctima y su familia. Y, como en muchas ocasiones, el Derecho Penal no ha hecho nada diferente a reproducir esta idea; recordemos que hasta hace no mucho tiempo el bien jurídico que protegían los delitos sexuales era el honor. Un honor traducido en el valor agregado que tenía el cuerpo puro y virginal de una mujer. No era extraño entonces que, por ejemplo, el Código Penal colombiano de 1936 consagrara una cláusula especial relativa a que si el violador se casaba con la víctima resarcía el daño al honor y no había responsabilidad penal. (Lea: Violencia reproductiva)

Esa idea de “deshonor”, entre otros estereotipos construidos socialmente sobre las víctimas de violación (los cuales el Derecho Penal sigue reproduciendo, aunque cada vez menos), generó que la responsabilidad sobre la violación recayera sobre la víctima, lanzando sobre ella un manto de culpa y vergüenza. Vergüenza que se suele extender a la familia y allegados: “los trapitos sucios se lavan en casa”, dicen.

El resultado ha sido que toda la fuerza negativa que resulta de una violación recaiga sobre la mujer agredida, dejando de lado el hecho de que es el agresor quien decidió romper las reglas mínimas de la interacción sexual. Fue él quien decidió usar un cuerpo ajeno para su placer y conveniencia, negando con sus acciones violentas la autonomía y capacidad de decisión de una persona. (Lea: Brisa: ¡seguimos!)

Y eso último es lo que lleva directamente al segundo punto. La idea históricamente avalada de que el cuerpo de las mujeres es botín de disfrute y propiedad de los hombres es lo que fundamenta el prejuicio discriminatorio que está detrás de cada violación, de cada tocamiento no consentido, de cada comentario sucio que recibimos en las calles, de cada mirada lasciva.

Hay hombres, no todos pero sí muchos, que sienten que tienen un derecho dado por esos dioses del olimpo, violadores y abusadores, de hacer con el cuerpo de las mujeres lo que quieran. Porque lo ven, lo sienten y lo consideran inferior, manoseable, golpeable, violable.

Y el derecho, sobre todo el Derecho Penal, ha hecho mucho para reforzar esa idea. (Lea: Una corte para las excluidas)

No son todos los hombres y el Derecho Penal está cambiando, pero siguen pasando cosas atroces y, me temo (me disculpo por la desesperanza) que seguirán pasando. Pero al menos, por estos días, por estos tiempos, la vergüenza está cambiando de lugar.

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