Víctimas olvidadas: una deuda moral en el proceso de paz colombiano
Roberto Cruz Palmera
Profesor de Derecho Penal de la Universidad de Valladolid (España)
Colombia, marcada por más de medio siglo de conflicto armado, ha iniciado en los últimos años un proceso de transición hacia la paz que, si bien genera esperanza, sigue mostrando graves deficiencias. Entre los más preocupantes está el sistemático olvido de las víctimas: millones de personas que han sufrido desplazamiento, violencia sexual, desapariciones forzadas, secuestros y la muerte de sus seres queridos. Las cifras son alarmantes, pero aún más devastador es el silencio y la invisibilización que enfrentan en un país que, en su afán por sanar, parece estar demasiado ansioso por pasar página.
El Acuerdo de Paz firmado en 2016 con las Farc fue un punto de inflexión histórico; sin embargo, en su implementación, las víctimas han quedado relegadas. El discurso ha girado en torno a la desmovilización, la reinserción y la complejidad política del cumplimiento de los compromisos, mientras que se ha hablado muy poco del dolor y de la justicia que siguen siendo esquivos para quienes lo han perdido todo.
En los pliegues polvorientos de la historia, en las entrañas de un país que se debate eternamente entre la esperanza y la desolación, se erige el Estado social de derecho en Colombia. Como si de una promesa escrita con letras doradas sobre pergaminos antiguos se tratara, este concepto, en teoría, encierra la utopía más pura: la igualdad y la protección de todos sus hijos, sin distinción, como una madre magnánima que acoge bajo su regazo a los afligidos y a los triunfantes por igual. Y, en ese alarde de voluntad, el papel sobre el que se asienta esta declaración brilla con una intensidad que haría palidecer a cualquier nación del norte, esas que presumen de ser la cuna del progreso.
Pero entre la realidad y el sueño, entre el verbo y la carne, hay un abismo, un vórtice de contradicciones, como si la pluma que firmó tales decretos hubiese caído en manos de un “demiurgo” travieso, que juega con los destinos de los hombres en un país donde el sol es inclemente y las montañas parecen contener, en su silencio milenario, las esperanzas y frustraciones de un pueblo que sabe que, aunque la promesa esté ahí, vibrante y perentoria, la realidad es otra, tan esquiva como las mariposas amarillas que vuelan, pero nunca se dejan atrapar.
Sin embargo, en Colombia, país de montañas infinitas y ríos que llevan en sus cauces el lamento de los siglos, la promesa de justicia sigue siendo un espejismo que se diluye en el horizonte. Años han pasado desde que las firmas se estamparon en los acuerdos, con la tinta fresca de la esperanza, pero para muchas de las víctimas, aquellas que han soportado en su piel y en su alma el peso de la guerra, las reparaciones, incluso las simbólicas, son aún una ilusión distante, como un eco que apenas alcanza a ser escuchado en los rincones donde el dolor sigue siendo cotidiano.
Los mecanismos de justicia restaurativa, pensados como bálsamo para cerrar las heridas y recomponer el tejido roto de la sociedad, resultan en muchos casos insuficientes, como si fueran intentos tímidos ante una realidad más vasta y más cruel. Las voces de las víctimas, esas voces que conocen de primera mano los horrores que otros solo vislumbran en la distancia, son escuchadas solo cuando conviene, en ciertos escenarios cuidadosamente orquestados, mientras que sus demandas de justicia y verdad son relegadas, sacrificadas en el altar de los intereses políticos, como si su sufrimiento pudiera esperar, como si fuera un peón más en el tablero de la nación.
Y, sin embargo, no se puede negar el valor de la justicia restaurativa, cuyo propósito no es el castigo, sino la reconstrucción de los lazos rotos, la sanación de heridas profundas y la reparación, tanto moral como material, de las víctimas. Pero ¿cómo puede florecer esa justicia en una tierra que aún no reconoce plenamente el sufrimiento de sus hijos? ¿Cómo se puede hablar de reconciliación en un país tan fracturado, donde una parte considerable de la población, ajena o indiferente al dolor ajeno, aún culpa a las víctimas de haber estado “en el lugar equivocado”? Esa revictimización, ese ser señalados y despreciados, añade un nuevo capítulo de dolor a una historia que parece no tener fin.
Porque más allá de las reparaciones que se miden en cifras o ceremonias, lo que claman las víctimas es que su dignidad sea restaurada, que la verdad sobre lo ocurrido sea contada, y no solo contada, sino respetada como el relato ineludible de lo que somos. Esa verdad no es un lujo, es una necesidad urgente, un acto de justicia histórica sin la cual la nación no podrá empezar a sanar sus cicatrices. Pero en medio de un país que se agrieta con la polarización creciente, donde ciertos discursos buscan silenciar el pasado y proponen el olvido como camino hacia la estabilidad, la reconciliación parece cada día más lejana, cual brillo efímero que se disuelve en la lejanía del firmamento.
Hablar de paz en Colombia es un desafío monumental, cuando el dolor de las víctimas sigue presente, latente, y cuando no hay un compromiso real de todos los actores, tanto sociales como políticos, para honrar la memoria de aquellos que más sufrieron. El país, en lugar de cerrar sus heridas, las profundiza cuando las historias de los más vulnerables quedan relegadas, desplazadas del centro del debate nacional, como si su dolor no fuera el dolor de todos.
Es tiempo ya de poner a las víctimas en el centro, no como cifras frías en las estadísticas como quien posa un cadáver sobre mesa mortuoria, sino como seres humanos, con nombres y rostros, cuyas vidas fueron deshechas por una guerra que jamás eligieron. Si el Estado social de derecho quiere cumplir con su promesa fundacional, debe comenzar por aquí: garantizar justicia, reparación y verdad para quienes más la necesitan, no solo en los tribunales, sino en la conciencia colectiva de la nación.
Porque la paz, esa paz que tantas veces ha sido prometida, pero pocas veces ha sido alcanzada, no puede construirse sobre el olvido. Sanar como país implica reconocer el dolor de los más vulnerables, implica tender puentes, no cavar trincheras. La paz no puede ser el acuerdo de unas élites, debe ser una realidad sentida y vivida por todos, especialmente por quienes han soportado el peso de la violencia. Solo cuando la memoria de las víctimas sea honrada, cuando se les otorgue el lugar que merecen en la historia, podremos comenzar a hablar de una verdadera reconciliación en Colombia. De lo contrario, seguiremos condenados a revivir nuestro propio olvido, atrapados en el círculo vicioso del dolor que no cesa.
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