16 de Agosto de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

¿Y quién no sufre de estrés de subordinación?

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Diego Eduardo López Medina

Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

Como seres humanos, somos animales extraños sumamente atentos a nuestra posición en el mundo social y con una actitud mental en continúo escaneo de eventuales humillaciones, desprecios, subordinaciones y derrotas sociales: cuando alguien se adelanta en una cola de espera, cuando alguien “nos cierra” con su vehículo, cuando el taxista no es amable, cuando el mesero no parece atendernos con la debida prontitud, cuando en una sala de espera no hay suficientes sillas para sentarse, cuando alguien nos golpea con el brazo en la acera, cuando alguien contesta el celular cuando estamos conversando, cuando alguien nos interrumpe en el turno conversacional y acapara la voz, etc.

Por estudios psico-neurológicos sabemos que esos escenarios de humillación pueden también ser producidos espontáneamente sin una experiencia real: la cabeza puede imaginar y anticipar continuamente humillaciones que no han ocurrido y que es improbable que ocurran. En el flujo constante de pensamientos, la fantasía o el drama de la humillación social inexistente o exagerada constituye uno de los elementos permanentes de lo que la sicología budista mahayana denomina shin'en- 心猿 (“corazón o mente de simio”). Se describe así la deriva rumiante y azarosa de pensamientos que evocan derrotas o subordinaciones sociales en el pasado, en el presente o en el futuro.

El fenómeno también es explícitamente reconocido por la sociología jurídica occidental: “Más aún –según Felstiner, Abel y Sarat–, una porción significativa de disputas solo existe en la mente de los disputantes”. En un mundo que usualmente solo vemos a través de una perspectiva egocéntrica, todo parece ocurrir entorno a nuestro yo que se siente continuamente amenazado en su posición en la jerarquía social: siempre existe el potencial de interpretar las cosas de “manera personal” y “tomarlas a pecho”, como si en realidad tuvieran que ver conmigo.

La cabeza genera el drama y, con frecuencia, también su resolución para restablecer el propio sentido de estabilidad personal con el entorno. ¿Quién no ha soñado despierto con derrotar al otro, con responder a la ofensa con otra más fuerte y efectiva, con “darle su merecido”, con vencerlo, con demostrar “la verdad” de hechos que el otro niega, con humillar al que nos ha humillado, etc.?

La “mente de mico” es un fenómeno humano que todos compartimos: quizás seamos “seres racionales”, como afirmaba Aristóteles, pero también somos “seres rumiantes” de pensamientos como lo muestran los budistas. La rumia mental se dirige, con frecuencia, al monitoreo constante de nuestra posición en el mundo. Y, en consecuencia, esa rumia mental vive alerta hacia cualquier degradación de nuestra posición en la jerarquía social, sea real o meramente temida. La alarma constante frente a la degradación (degradar significa, literalmente, “rebajar el grado y dignidad en una jerarquía”) predispone a vivir en lucha y competencia contra el mundo, a rotular como afrentas y vejaciones esos intercambios que también podían ser interpretados más benevolentemente y a sufrir lo que podríamos llamar “estrés por subordinación”. 

Este tipo de estrés por subordinación ha preocupado a filósofos desde hace ya mucho tiempo: los peligros de ser “degradado” en la escala social han sido descritos por Aristóteles y por Martha Nussbaum; también han sido analizados como un fenómeno de “ansiedad constante por mantener nuestro propio estatus o posición en el mundo” en el conocido libro de Alain de Botton. Somos, como diría el sociólogo Louis Dumont, un “homo hierarchicus”. Y las jerarquías parecen estar instaladas en nuestras propias cabezas, incitando a la lucha por mantener o elevar nuestro estatus, incluso en las interacciones más banales de la vida.

En la depresión, por ejemplo, se da, según Barash y Lipton, “un desorden persistente y debilitante de bajo ánimo, con varias manifestaciones físicas que incluyen poco sueño, cambios del apetito y baja energía general (…). Aparece también la rumia mental dolorosa y constante, que ha sido identificada como factor de riesgo en personas que viven coleccionando ‘injusticias’, en quienes guardan resentimientos y rencores y tienden a expresarse en actos aplazados de revancha y de redireccionamiento de la agresión a terceros…”.

Como dicen estos mismos autores, “un propósito para las familias y las sociedades sería entonces equipar a todo el mundo con buenos ‘amortiguadores’ que les ayuden a lidiar con las amenazas de conflicto sin excesiva personalización, ira, rabia o depresión”.

Valdría la pena reflexionar si estamos haciendo eso en Colombia o si, por el contrario, estamos en un momento de sensibilidades omnímodas y perentorias que todo lo personalizan. Y pregunto al lector: ¿Cómo anda, en este momento, su propio mono interior que imagina y recoge injusticias? Me encantaría conocer sus reflexiones y experiencias sobre este punto.

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