26 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 30 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Y la ciencia, ¿para qué?

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Francisco Bernate Ochoa

Profesor de la Universidad del Rosario

 

La tradición colombiana en materia de producción de literatura jurídica no solo es históricamente profusa, sino que es reconocida en otras latitudes por su altísimo nivel académico, al punto de que es frecuente encontrar que las obras de nuestros autores son material de consulta en diferentes países. Así, nos destacamos por la cantidad y por la calidad de lo que se denomina doctrina, que, conforme con nuestra Constitución Política, constituye una fuente auxiliar, de manera que los jueces en sus providencias pueden acudir a ella, a fin de resolver un problema jurídico.

 

Sin embargo, de un tiempo para acá, se están dando una serie de cambios, ninguno positivo, sobre cómo se está escribiendo en materia legal, y el uso que se le está dando a la literatura en los foros judiciales, lo cual nos lleva a una profunda reflexión respecto de para qué estamos escribiendo y por qué queremos escribir.

 

Tradicionalmente, y así debe ser, los autores elegían sus temáticas y hacían sus obras pensando en los estudiantes, jueces y operadores del sistema judicial con miras a proponer una solución dogmática de los casos, tornando la justicia en igualitaria (todos los casos iguales se resuelven igual) y previsible (de antemano, aplicando los criterios científicos, podría preverse la forma en que fallarían los jueces). Lo anterior, sin perjuicio de la crítica, y de mostrarnos el estado actual de la ciencia, de manera que ella antecediera los cambios legislativos o jurisprudenciales y, por ello, la doctrina siempre va más adelante que el derecho positivo.

 

En la actualidad, nos regimos por un sistema de puntos, donde los docentes ya no escriben, ahora producen, con miras a que sus trabajos sean publicados en revistas indexadas, la mayoría de las cuales no están en nuestras latitudes, con lo que se ha perdido el norte de la practicidad, de ser un apoyo del operador judicial. En este sistema de puntos, la publicación de un importante tratado tiene una puntuación significativamente inferior a la de un artículo en revista indexada, lo que explica la evidente desconexión entre la teoría y la práctica, y la inexistencia de estudios –no recopilaciones, que abundan– sobre aspectos eminentemente pragmáticos, como sucede, por ejemplo, con el derecho procesal penal, en el que aún extrañamos no solo la creación de nuestra propia dogmática, sino decisiones apegadas a un rigor científico que garantice la igualdad y la previsibilidad de las mismas.

 

Así, la teoría avanza por senderos totalmente ajenos a los que jueces, abogados, fiscales y demás intervinientes en los procesos realmente requieren, y se le percibe como un debate que ignora estas realidades e, incluso, las desestima. Por otra parte, en la práctica, las decisiones judiciales –e incluso las argumentaciones– se basan exclusivamente en la jurisprudencia, no entendida como un auténtico precedente, sino como un argumento de autoridad que se emplea en los discursos para dar peso a una petición. Para validar esto, basta con revisar cuántas decisiones judiciales hoy se apoyan en el argumento de un libro o de un artículo. 

 

Esta situación conduce a un derecho petrificado, donde las decisiones simplemente repiten lo que ya se había sostenido, en el que los cambios –o avances, como se quieran llamar– solamente vendrán por cuenta del trabajo de las altas cortes, que, además, toma un buen tiempo, dada la tardanza de los procesos judiciales, y en el que los académicos se limitan o a asuntos sin relevancia práctica, o a la crítica de la misma, sin que sus aportes tengan esa vocación de contribuir al desarrollo de la ciencia en la solución de los casos prácticos.

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