El monopolio de licores en Colombia
José Miguel De la Calle
Socio de Garrigues
Ahora que la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC) ha decidido pronunciarse –a modo de medida cautelar– en relación con la controversia entre el aguardiente Amarillo de Manzanares y la Fábrica de Licores de Antioquia, vale la pena revisar el régimen constitucional y legal del monopolio de licores en Colombia. Es pertinente mencionar que la presente columna no se referirá a las particularidades del caso concreto en mención, sino únicamente a la estructura del sistema jurídico que sirve de sustento a la controversia.
La Constitución de 1886 (a partir el Acto Legislativo 3 de 1910) autorizaba los monopolios de origen legal, siempre que se constituyeran como arbitrio rentístico, con la titularidad exclusiva del Estado y previa indemnización de los ciudadanos que resultaran afectados en su actividad privada.
Luego, la Constitución de 1991 mantuvo el permiso a los monopolios como arbitrio rentístico y agregó algunos requisitos y elementos especiales. En primer lugar, estableció que dichos monopolios deben tener una finalidad de interés público o social y que sus rentas deben estar destinadas, exclusivamente, a los sectores de salud y educación. Además, dispuso que el Gobierno debe enajenar o liquidar las empresas monopólicas cuando su existencia no se justifique en términos de eficiencia. A nivel legal, la normativa vigente es la Ley 1816 del 2016, la cual entrega las decisiones sobre el manejo del monopolio a los departamentos.
¿Qué quiere decir el arbitrio rentístico como justificación para la no aplicación del principio general de libre competencia? Según lo previsto en el artículo 333 de la Constitución Política, el postulado general que rige la actividad económica en Colombia es el de la libertad en la iniciativa privada y la competencia abierta en los mercados. Si bien es cierto que la misma Constitución prevé que dicha regla general puede tener excepciones que justifican la intervención del Estado en la economía, cabe preguntarse qué es el arbitrio rentístico y por qué ello justifica una excepción de tal magnitud a la competencia.
Pues bien, dicha expresión no significa nada diferente al deseo del constituyente de asegurar que las rentas derivadas de ciertas actividades económicas estén destinadas a la financiación de políticas públicas prioritarias, como son la salud y la educación. Sin embargo, más allá del interés de preservar para el Estado dichos ingresos económicos, no hay un raciocinio especial que apunte a desvanecer la teoría económica respecto de la inconveniencia de los monopolios.
Cómo es bien sabido, un monopolio, cualquiera sea el destino de las rentas que genera, produce efectos indeseados de orden económico, en cuanto genera fuertes desincentivos en la innovación y la calidad del producto, y conlleva ineficiencias en el precio y en la disponibilidad de este. Es indiscutible que un modelo de monopolio, por oposición a un esquema de competencia abierta, perjudica los intereses del consumidor final del producto, en términos de precio, calidad e innovación. El productor monopolista no tiene el incentivo de invertir en el constante mejoramiento de su producto y tiende a ubicarse en un punto subóptimo de producción, en términos de cantidad ofrecida y disponibilidad del producto. A su turno, el monopolio perjudica a los mercados, pues impide que prolifere la empresa privada en el sector, en perjuicio del empleo y el ingreso de los hogares en la región afectada.
Se podría sostener que los recursos de la venta de licores son esenciales para el sostenimiento de los sistemas de salud y educación a nivel regional y que dichas rentas difícilmente llegarían a manos locales, por vía de tributación. Sin embargo, aun bajo el análisis más benévolo posible, resulta inocultable que se trata de una figura anacrónica que no resiste mayor análisis de eficiencia económica, pues, al menos en la teoría, el beneficio económico es igualmente obtenible por vía de tributación, sin hacer el daño que se hace a los consumidores y los mercados.
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