Los algoritmos regularán los mercados en el siglo XXI
Andrés Chaves Pinzón
Magíster en negociación, cooperación y conflicto de la UAX Madrid (España)
Se les ve deambulando por distintos despachos públicos, dan declaraciones un día por la radio y, otro, por la televisión, a veces son conductores de taxi, otras veces amas de casa, con frecuencia pueden ser docentes, indígenas o deportistas, son la sociedad misma representada en grupos de interés que protegen beneficios o protestan por algún perjuicio. Nada despierta más interés que el debate o alcance de las políticas públicas. Políticas para la salud, la vivienda, la movilidad, los salarios y para decenas de temas que marcan el crecimiento de un sector, la calidad de vida de las personas o el futuro los empresarios.
Las democracias de occidente contemporáneo han logrado grandes avances en la formulación y la expedición de políticas públicas que, aunado a la seguridad jurídica, estabilidad en las reglas y coherencia en la regulación son los entornos propicios para impulsar la inversión y fomentar el desarrollo.
Sin embargo, en las últimas décadas, hay que considerar un nuevo factor que incide positiva y, también, negativamente en el diseño e implementación de políticas públicas: las app (abreviatura de la palabra en inglés application) o aplicaciones para teléfonos inteligentes o tabletas. Son, literalmente, la tecnología al alcance de la mano, el mundo a tres clics, la obsesión de los futuros unicornios y la pesadilla de los gestores públicos.
En su favor podemos destacar el incremento de la productividad, el mejoramiento de la competitividad, el aumento de la velocidad en las transacciones, la inmediatez en el comercio de bienes y servicios, la mejora de la gestión pública, la mayor eficacia en el control y los mejores estándares servicio para la ciudadanía. En su contra podemos decir que, algunas aplicaciones, ignoran las leyes vigentes, desatienden los pronunciamientos de las autoridades competentes y desafían a la sociedad. Se ha vuelto frecuente ver, por ejemplo, los espacios públicos invadidos de personas que portan chalecos con íconos de reconocidas aplicaciones, a los ciudadanos en franco desacato a la autoridad, a los marcos regulatorios ignorados, a jóvenes emprendedores divulgando originales interpretaciones de las normas laborales o a nuestras ciudades con graves afectaciones al tránsito y la movilidad urbana.
Aterrizamos en la era de la regulación en línea sin tener instituciones preparadas y sin tener conciencia de los esfuerzos económicos que esto demandará. Los funcionarios tendrán que trabajar arduamente para que el Estado logre un alto desempeño en el universo de la tecnología.
La cascada de app, en la cual estamos insertos, conlleva nuevos retos sociales y algunas dificultades. En primer lugar, muchas de las nuevas aplicaciones son más que plataformas tecnológicas, son verdaderos mecanismos de regulación de los mercados. Herramientas que definen bajo su propio criterio un sinnúmero de características contractuales, tales como tarifas, beneficios, formas de pago, mecanismos de acceso y obligaciones recíprocas, entre otras, en conclusión, son típicos mecanismos de regulación. Estamos en frente de un nuevo fenómeno social, pareciera que algunas aplicaciones remplazarán a las autoridades públicas y, prácticamente, definieran la nueva política pública, en estos casos naturalmente las superintendencias pierden su competencia y el ciudadano puede llegar a estar satisfecho, aunque desprotegido.
En la mayoría de los casos, las aplicaciones están por fuera del ordenamiento legal del país, las normas que deberían reglamentar su funcionamiento no se han expedido y será difícil hacerlo. Con estos vacíos y sin normas de carácter vinculante, ¿cuánto más podría durar la luna de miel entre ciudadanos y app?
Hemos caído de rodillas ante las app, enamorados de una evidente mejora en el servicio, delegamos lenta e imperceptiblemente las atribuciones de los actores públicos al sector privado. A espaldas de las autoridades se están produciendo cambios estructurales, nuevos hábitos comerciales y externalidades negativas, como la sustitución de los prestadores de servicios, inequidades en los mercados y competencia desleal. Nada de lo dicho con anterioridad es menor, obliga a un análisis prospectivo de la nueva relación usuario-prestador-tecnología-gobierno.
No creo que la intención del sector privado sea remplazar actores públicos o asumir responsabilidades públicas, pero la práctica así lo evidencia. No creo que la solución sea restringir los desarrollos tecnológicos y menos ahora que la humanidad los requiere y empieza a beneficiarse de ellos. No creo que los usuarios deban privarse de nuevos y mejores niveles de atención, pero las garantías públicas del consumidor o los estándares mínimos de calidad o las instancias de control no pueden desaparecer de cara a nuevos y atractivos servicios. Es necesario conservar relaciones comerciales equilibradas, facilitar el desarrollo tecnológico sin comprometer las garantías mínimas para el usuario, así como preservar las facultades de inspección, control y vigilancia en manos de las entidades públicas. El mundo se transforma a una velocidad vertiginosa y las futuras políticas públicas serán algoritmos diseñados e implementados en conjunto por actores públicos y privados. ¿Cuál de los dos será el predominante? Está por verse.
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