La ley de plazos justos
José Miguel De la Calle
Socio en Garrigues
En enero del próximo año entra en vigencia la Ley 2024 del 2020, que tiene por propósito establecer un plazo máximo obligatorio de 45 días (60 días durante el primer año de vigencia) para el pago de las obligaciones comerciales de las empresas a los proveedores que sean considerados empresas medianas o pequeñas (Pymes). Este plazo no podrá ser ampliado por voluntad de las partes, pues se establece en la ley que sus disposiciones tienen carácter imperativo y que el pacto en contrario resulta ineficaz de pleno derecho. El incumplimiento del plazo acarrea para el deudor la obligación de pagar -en adición al importe de la factura y a título de indemnización- los costos de cobranza y los intereses de mora a que haya lugar. Para el efecto, los documentos de soporte prestarán mérito ejecutivo.
Según la exposición de motivos, la ley busca controlar la práctica abusiva de algunas empresas de gran tamaño de pagar a sus proveedores con más de 90 días de retraso, lo que los obliga a financiarse por otros medios. La ley arguye que este tipo de comportamientos afecta la libre competencia, pues aumenta las barreras de entrada y constituye un posible abuso de la posición dominante.
Si bien la tesis de una posible afectación a la competencia podría ser válida teóricamente, el problema es que el legislador no se basó en un estudio serio e independiente que midiera el impacto en los mercados y que simulara los demás beneficios de la ley.
Restringir la autonomía de la voluntad respecto de un aspecto esencial del contrato comercial, como es el plazo, constituye una intervención profunda del Estado en la economía, lo cual solo podría entenderse aceptable si se demuestra de antemano que dicha medida es necesaria para satisfacer un interés superior y que no existe un mecanismo menos invasivo para lograr el efecto esperado.
Adicionalmente, antes de experimentar por ese camino, el legislador tendría que haberse asegurado, con sustento en los estudios de impacto en mención, que la medida no produciría un efecto búmeran, que desincentivara la contratación de Pymes y que generara un aumento en la preferencia por los productos importados o producidos por grandes empresas. Al final de cuentas, más que establecer prohibiciones forzadas -que siempre pueden ser eludidas-, el verdadero remedio está en la profundización de la competencia, la reducción de los niveles de concentración, y el aumento de la capacidad del Estado para descubrir y frenar conductas de abuso de posición de dominio.
Como si fuera poco, varios apartes de la ley son confusos por efecto de una pobre redacción y otros tienen vicios de inconstitucionalidad.
Entre los aspectos más problemáticos están: (i) si bien el artículo 3º, relativo al plazo máximo, excluye de la aplicación de dicho precepto a las grandes empresas, ello entra en contradicción con el artículo 2º, referente al ámbito de aplicación, que expresamente señala que la ley en su conjunto es aplicable a todas las empresas y todas las operaciones mercantiles, lo cual genera especial dificultad, considerando el carácter imperativo de todas las disposiciones de la ley. (ii) Se establece que el vencimiento del plazo trae como consecuencia que el contrato y la liquidación de la indemnización tienen mérito ejecutivo, sin tomar en consideración si las obligaciones que de esos documentos se desprenden cumplen en realidad con las condiciones del artículo 422 del Código General del Proceso. (iii) El conteo del plazo es confuso cuando hay lugar a la verificación de la entrega de mercancías o de documentos de soporte. (iv) La creación de un sello por cumplir la ley puede ser inconstitucional y muy controversial.
En suma, esta experiencia confirma la importancia de que la función legislativa esté precedida de un trabajo concienzudo de preparación del articulado y de un análisis técnico cuando el proyecto implica una forma de intervención en la economía.
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