La relación indisoluble de la gestación subrogada con la trata de personas (I)
Natalia Rueda
Docente investigadora de la Universidad Externado de Colombia
En el debate sobre gestación subrogada hay quienes no se oponen a todas las formas de realización de esta práctica, aduciendo que existen casos en los que, cuando se hace de manera altruista, no es condenable, porque allí no aparece la operación económica de mercado detrás de la práctica onerosa. Esto no es cierto, de hecho, aun cuando pudiera ser que los costos sean significativamente menores, en estricto sentido, aunque se asuman solo los costos básicos (lo que tampoco ocurre, pues está demostrado que allí también se esconden remuneraciones bajo la forma de compensación), lo cierto es que la entrega de un ser humano se condiciona al cumplimiento de unos pagos. Esto encuadra fácilmente en el supuesto de tráfico y venta de niñas y niños, según lo previsto en el Protocolo Facultativo de la Convención sobre Derechos del Niño, relativo a la venta de niños, la prostitución infantil y la utilización de niños en la pornografía.
Ahora bien, hay otra cuestión que normalmente se excluye del debate, cuando se plantea la necesidad de legalizar esta práctica: su relación indisoluble con la trata de personas. Si lo dicho antes no basta para comprender la insuperable contrariedad de esta práctica con la dignidad humana, pensemos en los no pocos escándalos en torno a la relación entre el abuso sexual infantil y la gestación subrogada o en aquellos casos en los que, a la manera de valorar un “producto defectuoso”, aquellos supuestos altruistas con afán de construir una familia con base en la genética se rehúsan a recibir a un recién nacido con alguna condición de salud.
Respecto de esto último, es conocido el caso Baby Gammy, en el que una madre tailandesa gestó gemelos para una pareja australiana, pero uno de ellos nació con síndrome de Down. Por este motivo, la pareja rechazó al bebé. La pareja luego declaró que el personal de salud no informó que eran gemelos y se refirió siempre a un solo bebé. En cualquier caso, esta hipótesis no es infrecuente. Ocurre no solo en este tipo de situaciones, puede, incluso, suceder que el rechazo se produzca por el sexo del bebé.
Allí las legislaciones son débiles y no dan una respuesta adecuada, por lo que no basta con establecer la obligación de recibir al recién nacido. ¿En serio es deseable que alguien que se rehúsa a recibir al niño o niña sea quien se encargue de su crianza? ¿Será mejor que se quede con la mujer que lo gestó –madre biológica– probablemente en condiciones de precariedad? ¿Es preferible que entre a engrosar la lista de niñas y niños institucionalizados?
A este cuestionamiento ningún modelo de regulación, distinto del prohibitivo, puede dar una respuesta satisfactoria. Ni tampoco es sostenible el argumento de que se trata de situaciones excepcionales, pues sería suficiente con que ocurriera una sola vez para que el mundo entero reaccionara, dado que se está frente a un problema de derechos humanos de la niñez.
Ahora, si esto no es suficiente, conviene pensar en el abuso sexual infantil. Luego del escándalo, se supo que David Farnell, miembro de la pareja que “encargó” la gestación, había cumplido una condena en prisión por más de 20 cargos por abuso sexual en contra de niñas y niños. Y si aún se tiene la tentación de señalar esto como algo excepcional, aunque la información sobre esta cuestión es limitada, se conocen otros casos escabrosos en los que confesos pederastas han acudido a esta práctica y en los que se ha demostrado que han abusado sexualmente, incluso, de recién nacidos, con fines de explotación sexual. De esto hablaré en la próxima columna. Mientras tanto, no deja de producir perplejidad la indiferencia frente a lo que esta práctica implica. Mucho se dice del egoísmo de las parejas que acuden a ella; sin embargo, el mayor egoísmo tiene lugar por parte de los Estados y las sociedades frente a la enorme cantidad de niños y niñas institucionalizados en espera de ser adoptados.
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