26 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Experiencias a partir de la exposición ‘Primera y última. Dos cartas para Colombia: 1821-1991’

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Eleonora Lozano Rodríguez

Decana de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes

 

Recientemente, junto con Mauricio Cárdenas y Manuel José Cepeda, participé en una “charla entre amigos” sobre la bellísima exposición del Museo Nacional de Colombia Primera y última. Dos cartas para Colombia: 1821-1991[1]. Para quienes aún no la han visitado, no pierdan la oportunidad de hacerlo, pues va hasta el 17 de octubre.

 

La exposición presenta el contexto social y político en el que surgieron ambas Constituciones y describe sus artífices. Son 102 piezas que nos permiten “reflexionar sobre los acuerdos a los cuales hemos llegado como sociedad, la transformación de la idea de nación y la manera cómo hemos asumido la ciudadanía colombiana”[2]. Se basa en arte pictórico y simbología. Especialmente, presenta retratos, paisajes y escenas de la vida de los habitantes de la primera República, contrastados con momentos más contemporáneos.

 

Propone que entre ambos momentos constitucionales hay alguna continuidad, pero al mismo tiempo existen rupturas que provienen principalmente de la diferente conformación de los creadores de ambos proyectos y, también, del rol del Estado en la economía (de garantista respecto a estas élites a más social). 

 

Aunque en tensiones sociales distintas, ambas Constituciones surgen en escenarios de alta conflictividad interna, por lo que anhelaban una sociedad ordenada y en paz. Sin embargo, la Constitución de 1821 perseguía mantener unas jerarquías, unas élites. La Constitución de 1991 tenía un propósito más disruptivo: una poderosa carta de derechos y deberes para todos, materializable con potentes instrumentos de acción y ejecución. La exposición también demuestra cómo el principal elemento común que ata la historia de estos movimientos es la necesidad de construir un espíritu de Nación.

 

Así, en 1821, el objetivo de formar un proyecto nacional surge de la urgencia de cohesión para hacer frente a las guerras de independencia. En 1991, la consolidación de una idea de Nación pretendía profundizar en una democracia participativa y pluralista que asegurara la paz, los derechos y el bienestar socioeconómico.

 

Los artífices de ambas cartas nos muestran sus diferencias más importantes. En 1821, todos los redactores fueron hombres blancos y blanco-mestizos de la élite intelectual y económica. Por su parte, en 1991, la conformación de la Asamblea Nacional Constituyente contó con una mayor pluralidad que perseguía asegurar una redacción incluyente.

 

En lo económico, propósito especial de este espacio de opinión, la exposición relata cómo en 1821 existían muy pocos centros urbanos y la composición social era profundamente desigual. El poder económico, representado por sus redactores, no ve en la conservación del sistema económico de minas y haciendas un obstáculo para el logro de los propósitos de orden y paz. Así, el texto constitucional refleja un papel conservador, en lo económico, que busca perpetuar el estatus de una élite que intentaba resolver –en esencia– las importantes presiones económicas que generaron las guerras de independencia (elemento coyuntural y no estructural).

 

Por el contrario, la Constitución de 1991 concibe la economía como un elemento transformador de la sociedad, que busca mitigar las profundas desigualdades existentes. Lo anterior se refleja en una amplia regulación del régimen económico y de la Hacienda Pública en su título XII, aunque para comprender a cabalidad sus instrumentos resulta fundamental una lectura sistemática de todo el texto constitucional.

 

Así, los principios microeconómicos están claramente definidos (libertad de la iniciativa privada, dirección estatal de la economía y función social de la empresa) y las políticas macroeconómicas fiscales y monetarias, entre otras, se encuentran delimitadas en lo institucional y funcional. El esquema hacendístico nacional se replica adecuadamente en lo territorial, apostándole fuertemente a una descentralización con responsabilidad fiscal. Un esquema constitucional preparado para un desarrollo legislativo estructural y con importante incidencia en lo social.

 

El balance que debemos hacer hoy, a 30 años de promulgada la Constitución de 1991, es si realmente logramos “transformar” o si se han perpetuado las desigualdades. Lamentablemente, el balance no es positivo. No hemos logrado un sistema tributario justo, eficiente ni progresivo que financie la garantía de la amplia carta de derechos; la planeación económica no ha materializado unos proyectos de inversión progresivos; los territorios no logran el esfuerzo fiscal propio requerido y siguen dependiendo excesivamente de las transferencias nacionales; los órganos de control no son un contrapeso al malgasto de recursos y la deuda pública no satisface los niveles deseables, entre otros. Seguramente, hemos mejorado en algunos indicadores económicos (control de la inflación, por ejemplo) y en instrumentos para mejorar la relación entre los derechos y su financiación (como la introducción del mandato constitucional de “sostenibilidad fiscal”), pero el problema de la desigualdad continúa con números alarmantes. Continuamos en lo coyuntural y no logramos transitar hacia transformaciones sociales estructurales.

 

[1] Agradezco enormemente las ideas de base de estas reflexiones que me proporcionó José Elías Turizo (egresado uniandino, en su momento asistente de la decanatura, hoy abogado del área de paz y justicia transicional de Colombia Diversa).

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