15 de Agosto de 2024 /
Actualizado hace 52 segundos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El mejor Derecho

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

maramburo@aramburorestrepo.co

Uno de los efectos de la globalización en el Derecho es que la circulación de modelos es increíblemente más fácil que, por ejemplo, en la era de las codificaciones decimonónicas. Si los modelos se exportan (y se importan, claro) de manera más o menos acrítica o con objetivos no siempre claros, es un problema al que ya se ha dedicado una relevante cantidad de estudios: la subordinación cultural es un riesgo que se actualiza de manera permanente y los modelos hegemónicos lo son porque siempre habrá alguien dispuesto a seguirlo o, al menos, con propensión a hacerlo. Pero es claro que esto también ha consolidado un mercado de las consultorías y asesorías: en los curricula de muchos profesores se exhibe con orgullo el rol de asesor de la reforma tal o cual en Tombuctú y en Cafarnaúm. De la mano de lo anterior, es posible que cada vez sea más difícil establecer grades diferencias entre familias jurídicas si, digamos por caso, un código en la China lleva la impronta de una importante profesora estadounidense que prestó sus servicios durante meses a la comisión redactora.

En el derecho civil, los grandes códigos del siglo XIX son edificaciones que van reclamando, poco a poco, al menos un reforzamiento estructural, como las construcciones que requieren adaptarse a las normas de sismorresistencia y a las mejores técnicas constructivas. Las grandes reformas de un país, en ese sentido, no solo introducen cambios en el propio ordenamiento, sino que también se convierten en producto de exportación. A partir de allí, con pretensiones y ambiciones más o menos realistas, comienza la circulación del modelo, asesores y consultores incluidos –con preferencia evidente por quienes integraron el espíritu del legislador correspondiente–: un gana-gana, dirán algunos.

Desde que la Ley 84 de 1873 del Congreso de los Estados Unidos de Colombia dijo adoptar el Código Civil, han pasado 150 años: una efeméride poco celebrada, tal vez porque el texto legal nunca se publicó en el Diario Oficial. Andrés Bello, al igual que Bentham (aunque quizás por razones diferentes), estimaba que la coherencia de una codificación solo podía garantizarse encargando a una única persona la labor de su redacción.

Pero los tiempos han cambiado y la mencionada circulación de modelos lleva años introduciendo reformas sectoriales concretas, con una casi imposible coherencia del anhelado “sistema”, de lo cual hay innumerables ejemplos aquí y allá. En materia de responsabilidad civil, por ejemplo, se discute sobre qué funciones debe reconocer expresamente nuestro ordenamiento al derecho de daños, qué tipos de perjuicios debe contemplar un catálogo legal, qué papel deben jugar las responsabilidades objetivas y subjetivas, entre decenas de otras cuestiones igualmente relevantes. Y para ello se mira a instrumentos de derecho blando (los PETL, el DCFR, principalmente) o no tanto (los Restatetements estadounidenses), a reformas parciales ya en vigor (como la francesa), a normas puntuales sobre ciertos temas (como las directivas europeas, entre ellas la reciente propuesta sobre responsabilidad e inteligencia artificial) o a nuevos códigos (aun los que están en pleno proceso de reforma, como el argentino).

Una buena forma de conmemorar el sesquicentenario de la vigencia “nacional” del Código Civil sería atender a instrumentos de comparación jurídica finos y bien articulados. Las últimas décadas ya han evidenciado cambios notables en muchos frentes metodológicos. A manera de ejemplo, ni estudiantes ni profesores de hace apenas 40 años podrían reconocer en nuestras prácticas jurídicas de hoy el sistema de fuentes del Derecho de ese entonces. Por eso conviene distanciarse de un cierto neorromanticismo que se pregunta por la identidad profunda de la nación y examinar con rigor los modelos en circulación para no caer en la trampa de los espejos y las baratijas.

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