¿Y los abogados sí ayudamos?
Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes
Al cerrar la clase de este semestre en los Andes, tuve un debate interesante con uno de mis estudiantes. En el curso habíamos tratado de estudiar la noción de “conflicto”, cómo se origina y transforma y qué efectos tiene sobre las personas. En el conflicto de implicaciones jurídicas la gente experimenta la pérdida o menoscabo de lo que, prima facie, cataloga como sus derechos; pero más allá de eso, el conflicto es uno de los más importantes estresores sicosociales. Eso quiere decir, sencillamente, que el conflicto tiene una realidad emocional para las personas: las estresa, en diferentes niveles, hasta el punto de que es fácil reconocer en la consulta jurídica diversas señales de ansiedad, angustia, miedo e incertidumbre que acompañan la fría pérdida del derecho. El estrés es un cuadro complejo con expresiones sicosomáticas: su presencia tiñe y condiciona integralmente la interacción cliente-abogado. (Y el estrés por conflicto es muy universal: lo he visto, por igual, en personas del común y en juntas directivas muy sofisticadas).
En la medicina también se da esta dicotomía: está la enfermedad de un lado y el estrés inducido por la enfermedad por el otro. Los pacientes se quejan, con razón, de los médicos que tratan la “enfermedad” y no al “paciente”: son “fríos”, “poco humanos”, según se dice. Se ha venido hablando, desde hace mucho, de una medicina más “humana”, más “integral” o “integrativa”: una medicina donde el médico se enfoca en la persona y su bienestar integral, no exclusivamente en la enfermedad o en el episodio que origina la consulta. Y en esa medicina integrativa, el problema actual es visto a la luz de su contexto sicosomático: cómo unos problemas de salud se enganchan o relacionan con otros y cómo los problemas de salud son problemas de la persona, de su psique y de sus emociones.
Algo así estaba yo tratando de traer al mundo del Derecho y del conflicto con mis estudiantes: que el mundo de la persona que consulta por el menoscabo de sus derechos ha sido desestabilizado de alguna manera importante. Y que esta desestabilización en el mundo parte de una desestabilización de su vida entera. Y esto con dos notas: la primera, porque sabemos que para que la gente consulte al abogado y trate de resolver por la ruta formal sus conflictos implica, de entrada, que el conflicto se les ha salido de las manos luego de muchos esfuerzos por gestionarlo “caseramente”, y que “el conflicto” es, incluso mucho más que “la enfermedad”, una construcción sociocolectiva que depende, por decirlo de alguna manera, de las percepciones, disposiciones y capacidades de las personas para detectar “irritantes sociales” en su mundo que sean la causa para declarar y sentir que están en “conflicto” con otro.
Y les decía a los estudiantes que, de hecho, los abogados podíamos ayudar en una de nuestras principales funciones al manejo proactivo del estrés de nuestros clientes. Pero para ello nos teníamos que abrir a una práctica profesional más “humana” e “integrativa”. A escuchar, no solo el problema jurídico, sino la situación total de la persona para dar una consejería jurídica que tenga efectos útiles en el proyecto global de vida de la persona. Porque, como sabemos de la literatura y de la experiencia, los efectos sicoterapéuticos de la consulta jurídica no son, para nada, menores: frente a un problema, los profesionales del derecho ayudamos a ver las cosas con más claridad (a separar y priorizar) y tender un plan de acción que responda a los desafíos que tienen nuestros clientes. Una de las principales (y más sanas) formas de afrontamiento del estrés está, precisamente, en el esfuerzo de evaluar el peligro y de tomar acciones para lidiar con él en un plan sensatamente pensado y diseñado.
El plan de acción es quizás más importante que la sentencia favorable para nuestros clientes. La razón es sencilla: pocos reciben, al final del día, una sentencia favorable; en cambio casi todos hacen un trabajo jurídico planeado en el que van evaluando y cambiando sus posibilidades estratégicas de reacción frente al conflicto. En su trámite, el conflicto se transforma significativamente y la gente va encontrando opciones de acomodación en una nueva repartición de derechos. La idea de que, en el proceso jurídico, van a terminar “ganando” o “perdiendo” a veces no describe bien lo que ocurre en la mayoría de los procesos sociales y jurídicos de transformación de expectativas y resultados.
Pero mi estudiante decía, con mucha razón, que le preocupaba que nos abriéramos así emocionalmente a los clientes: que este ambiente “sicologizado” en el ejercicio profesional nos podía hacer “débiles” y quedar expuestos a la “manipulación” emocional. Mi respuesta, como casi en toda otra deontología profesional, es que el derecho tiene que buscar una sabia conciliación entre dos cosas: la “distancia terapéutica”, esa capacidad de bloqueo emocional que le permite al profesional la toma correcta de decisiones en el “campo quirúrgico”, pero, al mismo tiempo, se necesita un compromiso concreto con el cliente, la capacidad de verlo como persona y la capacidad de hacer una donación generosa de mis servicios personales en procura de su bienestar afectado por el conflicto (y no de mis ingresos profesionales). Obsérvese que todas estas consideraciones también son válidas para el ambiente administrativo y judicial, no solo para el consultorio de los abogados. Sin embargo, los “ambientes” en que hacemos derecho no ayudan para nada, en términos generales, para el manejo productivo del estrés sicosocial: si algo, ¡lo amplían significativamente!
Y, así, siguiendo la discusión con mis estudiantes, pregunto a los lectores: ¿tiene el derecho consecuencias sicoterapéuticas para nuestros clientes? ¿Debemos cultivar nuestra capacidad profesional para ayudarlos? ¿O tiene razón mi querido estudiante al querer separar “lo técnico” y “lo humano”?
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