Socios
Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
maramburo@aramburorestrepo.co
Un maestro de otro país me contaba –medio en serio, medio en broma– que eligió ser académico porque no soportó acomodar aquello en lo que creía a la conveniencia de sus clientes, que poco a poco fueron escaseando hasta desaparecer completamente. Se parecía, a su manera, a un profesor mío que no se animaba a escribir libros, ni siquiera artículos, por el hecho de ser él mismo un litigante: no sabía cuándo tendría que sostener en un proceso algo diferente de lo que pensaba como académico, y no quería que sus escritos sirvieran de apoyo a sus contrapartes.
Al hilo de estas dos anécdotas, la pregunta por la independencia (de criterio) de los abogados me ha parecido una cuestión de notable y desatendido interés, que ya he abordado en estas páginas antes y que quiero volver a plantear desde un aspecto puntual: la comunidad de suerte entre abogado y cliente: ¿Pueden los abogados compartir la suerte de la gestión que se les encomienda? Bien conocido es el pacto de honorarios cuota litis –que el Diccionario de la Lengua Española califica como “reprobado”, pues hasta hace apenas unos lustros tal pacto se prohibía en España, y aún se prohíbe en otras latitudes–, virtualmente imposible de eliminar en nuestro medio, porque una de las notas características del acceso a la justicia entre nosotros es la precariedad económica como barrera para pagar la asistencia letrada. ¿Supone el pacto de cuota litis una limitación a la independencia de criterio del abogado, cuando su remuneración depende de que los intereses de su cliente triunfen? Evidentemente, no se trata de una relación necesaria y así parece entenderlo nuestra ley, que solo fija un criterio de “proporcionalidad” al trabajo que ha de desplegar el profesional del Derecho. Sin embargo, el criterio es vago: porcentajes variables de retroactivos pensionales, de bienes relictos, de la indemnización que se reciba, del activo social, etc., suelen aparecer en diferentes acuerdos de honorarios. Es más: la participación de las firmas de abogados en las utilidades o en la composición accionaria de un proyecto asesorado, directamente o a través de sociedades mercantiles creadas ad hoc como vehículos de inversión, podría teóricamente hacer parte de las prácticas remuneratorias de los servicios jurídicos, aunque aún no la he visto registrada en ninguna recopilación de costumbres gremiales (tarea que bien podrían emprender los colegios de abogados).
La comunidad de suerte entre abogado y cliente convierte al litigio en una inversión (a veces, a muy largo plazo) del abogado y no es infrecuente que en el medio se hable, incluso, de tal o cual proceso como un “ahorro” del profesional. ¿Hasta dónde, pues, se compromete el criterio o la independencia, y qué permite diferenciar esta comunidad de suerte, de fenómenos como (i) la “compra y venta” de procesos en curso (especialmente contra el Estado), (ii) la conversión de las sentencias condenatorias en un producto financiero en operaciones de descuento o (iii) los fondos privados para la financiación de litigios? Estas tres cosas ya existen en nuestro mercado, y se avecina la adquisición de firmas de abogados por parte de fondos de capital, como ya ha ocurrido en el mercado europeo recientemente.
Podemos mantener una visión más o menos romántica de la abogacía y seguir pensando que es una “profesión liberal”, junto a otras dos o tres, que ya han dejado de serlo para incorporarse en complejos esquemas regulatorios (financieros y societarios, pero no únicamente). Lo cierto es que más allá del pacto cuota litis, y con notables riesgos éticos, el mercado ha convertido a los abogados en stakeholders de los asuntos en los que intervienen. En otros ordenamientos, para la prevención de lavado de activos, se regula con algo más de minucia la cuestión de los honorarios. Conviene una reflexión profunda sobre la materia.
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