Jueces y abogados platónicos
Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
Hace mucho me seduce la imagen del juez como artesano. La dibujó hace más de una década, en una conferencia, el magistrado emérito del Tribunal Supremo español Perfecto Andrés Ibáñez y la recuperó posteriormente, en un artículo de opinión, el profesor Danilo Rojas, quien poco después se convirtió también en juez. La idea -reinterpreto para ello las palabras de Rojas- era básicamente la siguiente: si ha de quedar un último artesano en nuestras sociedades, ese debe ser el juez, que no debe delegar jamás la función de motivar la decisión, de la misma forma que un genuino artesano no toleraría la producción en serie de su obra ni la realización de la misma por manos que no sean las propias.
La imagen de la artesanía judicial me hizo recordar a Platón, cuando sostenía -por boca de Sócrates en el segundo libro de La República (cuyo subtítulo es, justamente, “De la justicia”)- que así como la virtud individual es el equilibrio de tres componentes del alma, en el Estado lo justo es el equilibrio de tres componentes de la sociedad: cuando cada una de las tres clases de sujetos cumple fielmente su función, el Estado es virtuoso y justo. En efecto, en el Estado que se plasma en La República, habría al menos tres clases de ciudadanos: los gobernantes, dotados de sabiduría; los guardianes que lo defienden, dotados de valor y fortaleza, y los artesanos y agricultores, que son quienes proveen los medios para la subsistencia, en función de la especialización de su trabajo. Lo justo, así, sería la armonía de las partes que componen el organismo estatal: cada uno ha de cumplir su labor, aplicándose a ella de manera privativa y “en el momento oportuno sin preocuparse de los demás”. Creo que la mencionada idea del juez artesano, en esa tridivisión de la virtud platónica, reivindica al menos un rasgo de la administración de justicia contemporánea: que es una mezcla de albañilería y orfebrería judicial en la que, ladrillo a ladrillo, pero también con filigrana, se proveen algunos de los bienes necesarios para la subsistencia social.
Sin embargo, el juez moderno no trabaja en solitario ni puede hacerlo “sin preocuparse de los demás”. No me refiero solo a los funcionarios judiciales y auxiliares de la justicia, sino que pienso especialmente en los abogados litigantes, los apoderados de parte. Hace algunas semanas, en un feliz encuentro académico, discutíamos sobre el olvido en el que las recientes teorías de la argumentación y de la prueba, ambas con notables excepciones, suelen dejar la labor de los litigantes, a los que de alguna manera parece tenérseles como merecedores de escasa atención teórica. Por ejemplo, porque tienen -o solo pueden tener- una posición epistémicamente interesada o porque obedecen exclusivamente a una racionalidad estratégica y, si se me permite la exageración, impura.
De esa discusión surgía la necesidad de enriquecer la literatura sobre el papel de los abogados, tema que en tiempos recientes algo ha aumentado en nuestro país, por parte de una teoría quizás excesivamente preocupada por labor de los jueces que, como me recuerda insistentemente un colega profesor de Derecho Constitucional, endiosa a los administradores de justicia en nuestra sociedad y les arrebata incluso su falible humanidad.
Vuelvo a los abogados: ¿está dispuesta la abogacía a reivindicar el carácter artesanal de su labor, en tiempos de la Cuarta Revolución Industrial? Aunque es una labor necesariamente adjunta a la de los jueces artesanos, algunos prefieren concebirse como litigantes en el papel de los platónicos guardianes, guerreros valerosos, quizás porque pasan por alto que, para el filósofo de Atenas, los guardianes no sobresalen precisamente por su inteligencia, sino por su fuerza física. No le faltaba del todo razón al argentino Rafael Bielsa, quien escribía a mediados del siglo pasado -a partir de concepciones metodológicas con las que conviene guardar prudente distancia- que el abogado que solo es abogado no puede ser un factor de progreso social.
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