Incontrolabilidad
Nicolás Parra Herrera
X: @nicolasparrah
A veces escucho expresiones como “esta es una experiencia moderna”; “esta obra de arte es moderna” o “esta política es moderna” y quedó confundido. “Qué carajos significa que algo sea moderno”. Mi confusión se aligera cuando pienso que quien habla de esa manera tampoco sabe qué significa esa etiqueta. Es un problema frecuente en las interacciones humanas comunicarnos con palabras cuyo significado desconocemos o, por lo menos, cuyo significado no tiene la misma referencia para el oyente y el hablante. Pero creo que existe otro problema más profundo: los seres humanos habitamos en un mundo moderno y experimentamos la modernidad, pero desconocemos qué significa ello pese a que determina en parte nuestra existencia. Esta no es una observación novedosa. Jacques Barzun, Stephen Greenblatt, Gertrude Himmelfarb y Zygmunt Bauman son apenas una pequeña muestra de los intelectuales y filósofos que han abordado ese problema. Sin embargo, en el 2020, la filósofa crítica alemana Rosa Hartmut expuso en su libro The uncontrollability of the World (2020) la visión más aguda de los que significa ser humano en un mundo moderno y cómo ello ha distorsionado nuestra relación con el mundo.
Para Hartmut, la modernidad es un sistema cultural y social en el que los seres humanos nos aproximamos al mundo como un objeto de agresión, es decir, con el deseo de querer expandir nuestra manipulación y participación sobre ese objeto para hacerlo visible, accesible, administrable y utilizable. Pero la experiencia moderna también tiene una dimensión adicional. Además de convertir a las personas, las obras de arte y el mundo natural que nos rodea en objetos que queremos consumir, colonizar y acceder, también vivimos para alcanzar lo que Hartmut llama “resonancia,” es decir, un modo de conectar y responder a lo que nos rodea que nos llega a lo más profundo y tiene la capacidad de transformarnos. El problema de la experiencia moderna es que el mundo que nos rodea es incontrolable pese a nuestro instinto controlador.
La experiencia humana tiene ese rasgo característico: desea controlar, administrar y acceder a las cosas para poder resonar con ellas, pero al hacerlo se da cuenta de que la resonancia se escapa. En palabras de Hartmut, “lo que llamamos ‘moderno’ es la idea, la esperanza y el deseo de que podemos controlar el mundo. Pero solo al encontrar lo incontrolable es que podemos realmente experimentar el mundo. Solo ahí nos sentimos tocados, movidos y vivos”. Sin embargo, un mundo completamente conocido es un mundo muerto. Por eso, debemos aprender a asumir la incontrolabilidad.
Hartmut invita a hacerse dos preguntas: ¿cómo debe ser nuestra relación con el mundo para poder resonar con él? y ¿cómo controlar o superar nuestra pulsión a controlar lo que nos rodea? La primera pregunta implica resistir el imperativo del mundo moderno que consiste en actuar de tal forma que nuestra participación en lo que nos rodea sea más extensa. Esto significa repensar el imperativo actual para desarrollar formas de vida donde el crecimiento, la colonización y la expansión sean reemplazadas por lógicas de decrecimiento, desestabilidad y conformidad. Esto permitirá ver al mundo no como un objeto a ser apropiado, expropiado y conquistado, sino como un espacio a ser experimentado en su incontrolabilidad.
La segunda pregunta nos exige repensar las cuatro dimensiones de la controlabilidad que, a juicio de Harmut, han estructurado nuestras experiencias en el mundo moderno. La primera dimensión es que buscamos que el mundo sea visible. No es sorpresa que la Nasa invierta recursos para ver imágenes del universo que jamás veríamos con nuestros propios ojos. Google Maps también nos pone a nuestra disposición imágenes de cualquier calle del mundo en la palma de la mano. La segunda dimensión es que el mundo sea accesible. Por ejemplo, que podamos viajar a cualquier rincón de la tierra o incluso a hacer viajes espaciales para acceder al mundo. El internet y las redes sociales expanden nuestra conectividad con otros lugares y personas. Y así el mundo se vuelve cada más accesible. La tercera dimensión de la controlabilidad es la administración del mundo y sus recursos. La lógica de la administración es ubicua: se habla de administrar el conocimiento, el flujo de personas y de objetos. También se habla de administrar el tiempo, las relaciones y las emociones. En el caso más extremo, encontramos viviendas donde la temperatura es administrada para que el cuerpo humano nunca sienta frío ni calor. Administramos lo que nos rodea para no sentir su presión, su fricción, su negativa. Y, por último, está la dimensión uitlizable o instrumentalizable. Esto nos lleva a pensar y aproximarse al mundo como un instrumento para nuestro bienestar. Las consecuencias ambientales de esta forma de relacionarse con lo que nos rodea las vivimos a diario.
El mundo moderno, entonces, ha exaltado la visibilidad, accesibilidad, administrabilidad e instrumentalidad para afianzar el control humano. Pero debemos comenzar a pensar en otras formas de relacionarse con el mundo. Por ejemplo, para contrarrestar ese impulso de control y sanar nuestra relación con lo que nos rodea, debemos aceptar y vivir en la penumbra, en lo liminal y marginal, en lo que no es administrable y en esos espacios donde las cosas no son para algún fin, simplemente son. Hay que buscar la resonancia con el mundo en nuestras relaciones familiares, en los deportes que disfrutamos, en el arte, en la naturaleza y en todos esos fragmentos del universo donde la incontrolabilidad no busca ser controlada, sino vivida en su incontrolabilidad. Vivir en la semi-controlabilidad es lo que aconsejaría Hartmut. Este libro quizás diga lo obvio, pero a veces tenemos que volver a los clichés para recordarnos quiénes somos y quiénes no somos y para mostrarnos cómo el mundo moderno nos ha, y nos sigue, extraviado.
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