28 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 15 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Queridas E. y E.:

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

 

Naciste, E., en medio de la pandemia. Varias semanas de cuarentena precedieron la primera luz de tus ojos y la reflexión permanente obligada por el aislamiento social me ha hecho especular sobre tres de los rasgos del mundo al que has llegado, que lo hacen diferente del que era hace poco. Quiero compartirlos contigo y con E., que aún está en lo que un cantante llamaba “la edad de los porqué”. 

 

Primero, el miedo. Llegas a un mundo que reemplazará temporalmente parte de su seguridad por el miedo. En El mundo de ayer, Zweig contaba cómo desapareció la seguridad en la primera mitad del siglo XX. Lo que en los años siguientes se recuperó parece desvanecerse en el XXI: la certeza de lo que somos y tenemos, la confianza en que circularemos y nos abrazaremos. Los derechos —sean conquistas sociales o parte inexcusable de la condición humana— ya no parecerán tan garantizados. Pero esta pesadumbre es emocional, como en Zweig, y no conceptual: la teoría jurídica podrá incluso contra esto, aunque tambalee en el camino. Al menos por un tiempo temeremos asirnos de las barras de los buses, descansar nuestras cabezas en las almohadas de los hoteles o apoyarnos en el pasamanos de un pasillo. Quizás esto nos permita recuperar algo de espacio personal, tan perdido en nuestra cultura, siempre presta a llenar cada rincón con cosas y sonidos estridentes. Confío en que, cuando todo pase, conservemos algo del sosiego que nos devolvió el confinamiento.

 

Segundo, nuestra relación con las pantallas. Desde que apareció el cine hace más de un siglo tenemos un vínculo con estas ventanas a otros mundos que es casi la vida misma. Están en todas partes: controlan elecciones, predicen la circulación vial y no acabamos de sorprendernos con la casi total pérdida de nuestra privacidad, que en el futuro será tan escasa como el agua. Sus micrófonos nos escuchan, sus cámaras capturan nuestros rasgos faciales y todo cuanto hacemos “allí” se convierte en información que alimenta enormes bases de datos. Durante estas semanas nos hemos volcado a ellas. Solo la parte más pobre de nuestra sociedad (después de esto no puede decirse “la menos favorecida”) ha podido escapar a la versión real del 1984 orwelliano: el conocimiento acumulado de la humanidad ha pasado en este tiempo por las pantallas —y en ellas se ha quedado—, con millones de clases y reuniones de trabajo convertidas en bits al servicio de la inteligencia artificial. Al salir de esta pesadilla posiblemente recuperemos la sensatez y la cordura de caminar mirando el paisaje en vez de los teléfonos móviles… si aprendemos a movernos con inteligencia, tras semanas sin movernos. Me gustaría ver la recuperación de lo local y el sentido de pertenecer a una ciudad, aunque nos hayamos vendido (y comprado) el sueño de ser ciudadanos del mundo a través de esas ventanas. Quizás así valoremos más cada centímetro de lo que somos aquí y ahora, sin perdernos en las ensoñaciones de las pequeñas cajas y descubramos que las fronteras de nuestras vidas no son las de las redes sociales.

 

El tercer rasgo tiene que ver con el conocimiento. Herbert Hart, un filósofo del Derecho del siglo XX, decía que una de las características del mundo es que los seres humanos somos vulnerables, frágiles. Con crudeza lo confirmamos en las últimas semanas. Supimos que la riqueza de las sociedades no necesariamente nos serviría ante la gravedad del mortal virus, y que la solidaridad y el conocimiento seguían siendo necesarios: agradecimos la generosidad para fabricar y distribuir insumos para atender la crisis y aplaudimos a quienes la enfrentaron armados únicamente con su intelecto. Confío en que el mundo que viene dará a la ciencia un lugar social tan relevante como el que otorga al entretenimiento (cuya industria tanto nos ha proporcionado durante los días de encierro).

 

Quizás, queridas E. y E., esta sea una visión optimista de este mundo convulso. Es que, al final, el optimismo es una de las cosas valiosas que siempre nos quedan. 

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