Para qué los maestros. A propósito de Michele Taruffo
Maximiliano A. Aramburo Calle
Abogado y profesor universitario
Como en las genealogías episcopales, la formación académica podría sugerir una especie de prosapia, si hubiese cómo identificar un único “consagrador” para cada “consagrado”. Esa tarea, relativamente fácil tratándose de doctorados (uno sería, por ejemplo, “descendiente” de quien dirigió su tesis, y este o esta, a su vez, de quien dirigió la suya, formando un linaje), es casi imposible si no hay requisitos uniformes para la obtención de otros títulos académicos, en los que también hay huellas que imprimen linaje. Quizás eso justifica que en la Iglesia la genealogía sea solo para obispos, especulo. O quizás sea porque en la academia lo importante no es el acto formal, sino lo que un discípulo absorbe de su maestro, para continuar, bifurcar u oponerse a su obra.
En estas elucubraciones me encuentro cuando reflexiono sobre lo que influyó en mi vida alguien de quien no recibí clases -pero sí lecciones-, cuya obra me dediqué a estudiar, por consejo que nunca agradeceré suficientemente, para hacer una tesis doctoral. Tal vez fue simple azar, pero no soy capaz de reconocerme académicamente sin mis directores de tesis (tuve dos, porque a algunos la suerte no nos llegó en rifas de fin de año ni en billetes de lotería, sino en estas cosas) y sin la obra de ese maestro indirecto que fue para mí Michele Taruffo. Por eso, cuando él murió en diciembre pasado sentí algo parecido a la pérdida de un padre y me puse a reflexionar sobre la influencia de los grandes maestros en la vida de quienes tenemos la buena fortuna de cruzarlos en el camino.
El primero de todos fue Javier Tamayo Jaramillo, mi profesor en pregrado y posgrado y mi jefe durante varios años. De él rescataría muchas cosas que ya he escrito, pero destacaré una: aunque me enseñó cosas valiosas de derecho privado, sobre todo me enseñó a debatir, me obligó a argumentar y me enseñó el valor de disentir. Trabajaba con él cuando un librero cuya amistad conservo me vendió La prueba de los hechos, de Taruffo, que se había publicado hacía relativamente poco. Recuerdo bien la mirada de Tamayo sobre ese libro: ojeó el índice, me contó de los libros que él mismo había leído para estudiar derecho probatorio (creo recordar que mencionó a Framarino) y me pidió que le contara si valía la pena, para comprarlo. Creo que no le contesté porque no lo había empezado a leer: “cómprelo, Dr. Tamayo, si no lo ha hecho ya”. Fue con el impulso de Tamayo (y de Juan Oberto Sotomayor, otro de mis maestros) que me fui a hacer mi doctorado, sin saber aún sobre qué sería mi tesis. Así conocí a quienes se empeñaron en que yo hiciera un estudio sobre un autor, aunque yo parecía obstinado en zafarme. Manuel Atienza y Daniel González Lagier me llevaron hasta las puertas de la obra de Taruffo “tomada en serio”. Y con la primera conversación comenzaron las lecciones del maestro italiano, que unos años después me recibió por una temporada en Pavía y me permitió horas y horas de diálogos (y también muchos monólogos), que terminaron convertidas en un mamotreto, próximo a convertirse en un libro.
Mi propio recorrido vital (aunque anecdótico) no se explicaría sin ellos. Las pocas ideas que uno puede tener no lograrían encontrar palabras para expresarse sin su aparición en mi propia biografía. George Steiner, que escribió un bonito ensayo sobre la relación entre maestro y discípulo, sobre la esencia de la enseñanza y la esperanza del conocimiento, alude a la influencia del maestro en la construcción, incluso, del lenguaje moral desarrollado por el aprendiz. Pero Steiner es pesimista y cree que la nuestra es una época de irreverencia, en la que los maestros desaparecen y se les reemplaza por celebridades. “La idea del sabio roza lo risible”, escribe Steiner, quien advierte que el “discipulazgo” parece anticuado y estaría cerca de ser proscrito “por la democratización de un sistema de consumo de masas”. Ante esa visión catastrófica, yo no puedo menos que sentirme afortunado de haber disfrutado de maestros y de autoproclamarme discípulo.
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