La vida de los otros (advertencia de ‘spoiler’)
Catalina Botero Marino
Especialista en Derecho Constitucional y Derecho Internacional de los Derechos Humanos
@cboteromarino
Una de las reacciones que más me ha conmovido sobre el último escándalo de espionaje del Estado colombiano fue la de la periodista Yolanda Ruiz. En una bella y sentida columna, se pregunta por la persona que tuvo el encargo de hacer su carpeta. Le invita dulcemente a que se encuentren para “ponerse al día”. Dado que sabe tanto de su vida, a ella le gustaría saber algo de la vida de él. Al leerla, no pude dejar de pensar en la película de la cual tomé prestado el título de esta columna La vida de los otros (Alemania, 2006).
La historia se desarrolla en Berlín oriental a inicios de los ochenta y describe el aterrador régimen de control social al que estaban sometidas las personas en la República Democrática Alemana (RDA). Un sistema de control fundamentado, básicamente, en el espionaje. Decenas de miles de agentes de la Stasi y de informantes mantenían al día a las autoridades sobre los gustos y actuaciones privadas de millones de personas para detectar cualquier actividad “sospechosa” contra la RDA. De hecho, la transición alemana tuvo como eje central la apertura de los archivos y el descubrimiento del nombre de los agentes, pero también de quienes, para obtener favores o evitar castigos del Estado, delataban conductas “sospechosas” o “subversivas” de sus propios vecinos, colegas o amantes.
A todas las personas que reaccionaron ante la noticia de los perfilamientos del ejército con el refrán “el que nada debe, nada teme”, les recomendaría ver esta película. Probablemente para ellas, este relato sea mucho más poderoso y convincente que los incontrovertibles alegatos sobre el derecho a la privacidad que hacen que las actividades denunciadas no solo sean inconstitucionales, sino antidemocráticas.
La película cuenta la historia de un agente que lleva una vida gris y empobrecida, al que le encargan espiar a un dramaturgo y a su pareja, una actriz, de la cual está enamorado el ministro que ordena el espionaje. Porque cuando el Estado tiene poderes autoritarios, los funcionarios los usan para arrasar a sus adversarios en cualquier terreno. Y el amor es uno de los terrenos predilectos para el uso de esos poderes. El espía, un férreo capitán de la Stasi, fanático comunista, acepta el encargo emocionado ante la promesa de un ascenso. Sin embargo, luego de horas y horas de escuchas, termina seducido por el descubrimiento de una vida amorosa de la que él carece y por la música, la literatura y el arte cuyo disfrute, hasta entonces, no conocía. Y decide mentir. Mentirle nada más y nada menos que a la Stasi. Comienza entonces a escribir informes banales que ocultan la vida de su objetivo, para evitarle el castigo inclemente al que están destinados quienes se atreven a dudar de la perfección del régimen. En una de las escenas más bellas de la película, el dramaturgo, adolorido por el suicidio de uno de sus amigos, toca al piano Sonata de un hombre bueno. Las imágenes del agente, oyendo esa poderosa pieza musical a través del micrófono ilegal, son realmente conmovedoras. No sigo para no dañar la experiencia de quienes no la han visto. Lo que sucede a partir de esta escena es profundamente doloroso, pero también intensamente hermoso.
No sé si los agentes que tuvieron a su cargo perfilar a tanta gente buena aprendieron algo de sus “perfilados”. A lo mejor alguno se permitió descubrir el placer de la poesía, de la música, de la amistad genuina o de las conversaciones inteligentes. Si eso pasó, ese será el agente que, rescatando su dignidad ofendida por ese encargo ilegal, nos cuente quién -y por qué- le ordenó entrometerse de esa manera, en la vida de los otros.
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