14 de Agosto de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La idea de prueba

199881

Maximiliano A. Aramburo C.
Abogado y profesor universitario
maramburo@aramburorestrepo.co

¿Para qué gastamos tantas horas-persona practicando pruebas judiciales? ¿Por qué invertimos recursos (del Estado, de las partes, de terceros) en producirlas? ¿Confiamos en que las decisiones judiciales se toman con fundamento en las pruebas practicadas en cada proceso? ¿Son suficientes los mecanismos que tenemos a mano para controlar los eventuales desafueros que se puedan cometer? Tenemos, por ejemplo, el defecto fáctico en la acción de tutela (que en sí misma es un clamoroso ejemplo de decisiones con reconocidos y silenciados déficits probatorios), la violación indirecta de la ley por error de hecho en la casación, el mismo error de hecho en la responsabilidad del Estado por error judicial, entre otros mecanismos. Algunos de esos mecanismos tienen que ver con el control del juicio de admisibilidad, otros con el control de la valoración de la prueba y algunos más con la potenciación de la racionalidad en la práctica de la prueba. Es lo que ocurre en materia de contrainterrogatorio, algo a lo que Wellman calificaba hace más de un siglo como “arte” y hoy parece aceptado que es, más bien, una técnica.

El estado actual del conocimiento parece llevarnos a desconfiar de la credibilidad que históricamente se ha dado a los testimonios, a partir de la mayor comprensión de los sesgos, las heurísticas (¡Ave, Kahneman!), los problemas de la memoria, entre otros aspectos; una parte de la doctrina se opone a que se tenga en cuenta la declaración de la propia parte como medio de prueba, consideración habida de su interés en el proceso; al mismo tiempo, a algunos nos resulta perturbadora la idea de que el interrogatorio a la contraparte consista de manera predominante en preguntas enrevesadas que se alejan del lenguaje natural (“dígale al despacho cómo es cierto, sí o no, y yo afirmo que es cierto…”); la prueba pericial (especialmente, pero no solo, la de parte) enfrenta un permanente asedio en relación con la fiabilidad que debemos predicar de un dictamen que es (casi) necesariamente interesado y favorable a quien lo aporta y en relación con la capacidad de un juez, con exquisita formación jurídica, para elegir entre dos o más opiniones expertas que arriben a conclusiones diferentes e incompatibles entre sí; y qué decir del documento, con la sofisticación en aumento de las posibilidades de falsificar, en muchos sentidos de la expresión, este medio de prueba que años atrás era casi sagrado: desde las falsificaciones “de toda la vida” al ya no tan novedoso concepto de deep fake, los retos no son menores.

No faltan en el espectro teórico posiciones que consideran el proceso en general, y la actividad probatoria en especial, como parte de un fenómeno cuasi teatral. Pero la prueba no es solo un rito, aunque esta expresión se use con asiduidad para evitar repeticiones y cacofonías en autos y sentencias. En otras palabras, la actividad probatoria no se agota en las formas procesales, aunque las necesite. Las normas que disciplinan el proceso, incluyendo su correcta interpretación y aplicación, son requisito necesario, pero no suficiente para explicar la actividad consistente en probar, y por sí solas no justifican por qué practicamos pruebas. El respeto de esas reglas nada dice sobre el contenido de lo que presenciamos en las salas de audiencias, nada dice sobre la deferencia debida (o no) a un dictamen pericial, o sobre la fiabilidad o el peso probatorio que puede darse a un documento auténtico.

Por (de)formación profesional, algunos hemos participado en debates serios y profundos acerca de cuestiones como las que apretadamente he mencionado. Aunque parezcan banalidades ya sabidas, no son completamente compartidas. Si existe o no algo que podamos llamar el razonamiento probatorio, como cuestión diferente del derecho probatorio no es asunto sin importancia. Que eso sea objeto de discusiones, con todo, es más que saludable.  

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