08 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 10 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Fiscales de facto

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Whanda Fernández León

Docente Universidad Nacional

 

Si para el jurista español Luis María Díez-Picazo el órgano acusatorio, desde la antigüedad, es percibido como “una institución enigmática”, para el exfiscal del Tribunal Superior de Justicia de Canarias Manuel Marchena Gómez también luce plurifuncional, ambiguo e indefinible, falencias que no le han impedido disponer a su arbitrio de un arma poderosa y formidable: el poder de acusar.

 

Aunque se trata de un ente único, igualmente se conoce como patronus fisci, fiscalem, promotor de justicia, procurador del rey, public prosecutor, attorney general, abogado del Estado, defensor de la legalidad, Procurador, Fiscal del Estado y Ministerio Público. Esta última expresión, acogida por los códigos modernos, reaviva el recuerdo de aquel instituto ancestral, herencia del movimiento cultural e intelectual europeo de la segunda mitad del siglo XVIII, tradicionalmente encargado del ejercicio de la acción penal.

 

Durante 200 años, al Procurador General se le defirió competencia para “designar a los fiscales ante los Tribunales Superiores de Distrito, Jueces Superiores y Jueces del Circuito encargados de acusar en las causas criminales conocidas por tribunales, jueces y jurados de conciencia”. En la Carta Política de 1991 esas atribuciones migraron hacia la Fiscalía, convertida en órgano administrador de justicia, y el Ministerio Público, actualmente ejercido por el Procurador General, el Defensor del Pueblo, los procuradores delegados y los personeros municipales, antes comprometido con la acusación, se transformó en garante de los derechos humanos y de los derechos fundamentales.

 

Han pasado tres decenios y las discusiones no terminan. ¿Por qué se creó un organismo paralelo a la Procuraduría? ¿Por qué se menospreció la experiencia de los fiscales de entonces? ¿Por qué se desdeñó la opinión del ponente de la reforma, Carlos Daniel Abello Roca, cuando advirtió que “la creación del nuevo organismo ciertamente no causaría mayores esfuerzos presupuestales y burocráticos al Estado, ya que podrían incorporarse a la fiscalía cargos y entidades que con la reforma no tendrían razón de persistir, tales como las procuradurías delegadas, y las fiscalías ante tribunales y juzgados penales”? ¿Cómo pudieron los otrora fiscales profanar la teoría montesquiana de pesos y contrapesos, devolverse a la jurisdicción penal como procuradores judiciales y arrogarse la inédita categoría de “intervinientes sui géneris”? Lo lograron acudiendo al mecanismo de las agencias especiales que los facultó para intervenir “cuando sea necesario, en defensa del orden jurídico, del patrimonio público o de los derechos y garantías fundamentales, tanto en el rito de la Ley 600/00 como en el de la Ley 906/04”.

 

¿Dónde quedaron el fair play del paradigma acusatorio y la igualdad de armas del ideario inglés? El Ministerio Público no es parte. No es sujeto procesal. No es interviniente. No es el titular del jus puniendi. No es contraparte de la defensa. No es el segundo acusador. No es coadyuvante oficioso de las peticiones de condena. No tiene ninguna jerarquía sobre los jueces. No detenta privilegios frente a los fiscales. No puede formular teoría del caso y sus opiniones no son vinculantes. Solo es un organismo de control, por lo que “deviene claro que su intervención en el proceso penal es contingente” (CSJ. Rad. 30592).

 

Empero, participa en las audiencias encarnando a la sociedad; solicita pruebas anticipadas y aquellas que incidiendo en el fallo no fueron pedidas por las partes; interpone recursos, promueve acciones de revisión y de tutela; realiza interrogatorios complementarios, formula oposiciones; activa el incidente de reparación integral; interviene en la audiencia de preclusión; en el juicio presenta alegatos atinentesa la responsabilidad del acusado” (CPP, art. 443) y, en muchísimas ocasiones, llega a las salas de debate “a remar del mismo lado del fiscal”.

 

El “interviniente sui géneris” es innecesario. Su presencia desnaturalizó los postulados del esquema adversativo y puso en vilo la confianza en las instituciones. Entraña un desaire a la academia y una afrenta a la grandeza del derecho penal.

 

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