21 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 2 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El noble sueño de Dworkin

211286

Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

Lo ignoro casi todo sobre inteligencia artificial (IA), a pesar de la inundación de eventos académicos, artículos, propuestas de regulación y toda la parafernalia que se ha suscitado en los últimos años, en relación con el Derecho. Mi conocimiento, pues, no supera la media, así que lo que plantearé aquí está en más el ámbito de la doxa, que de la episteme platónica.

La pregunta surgía en una discusión académica: ¿puede una IA argumentar mejor que un ser humano?, ¿puede, incluso, decirse que una IA argumenta, si entendemos que la argumentación es también proceso y no solo resultado? Parece que un rasgo definitorio de los sistemas de IA generativa consiste justamente que pueden “aprender” de los insumos con los que se alimentan y, por lo tanto, tienen la tendencia incremental a responder, no prima facie, sino all things considered. En otras palabras, si las IA efectivamente producen algo que podemos denominar “argumento”, su acelerado desarrollo tiene, al menos, la pretensión de que cada resultado que se nos ofrezca ha de tener en cuenta cada vez más insumos y, por lo tanto, el sistema de lógica (o lógicas, en plural) empleado será cada vez más sensible a la potencial infinitud de variables a considerar en cada caso concreto. Que las IA tengan en cuenta más materiales, más insumos, más variables (e incluso, más fuentes –aun en sentido formal– del Derecho), parece aproximarlas al ideal de un sistema jurídico capaz de ofrecer una única respuesta correcta a cada cuestión jurídica posible.

La metáfora del noble sueño fue un recurso retórico de Hart para referirse a la posibilidad de que los materiales jurídicos estuviesen siempre determinados, de tal manera que fuese posible obtener con claridad la respuesta correcta a cada problema jurídico. La contrapartida al noble sueño era la “pesadilla” advertida por el realismo, de una absoluta indeterminación tanto del Derecho, como –en las versiones más radicales– también de los hechos. La aspiración optimista (alrededor) de las IA, entonces, es que estas son o pueden ser el verdadero juez Hércules, capaz de considerar todas las cosas que un ser humano, con las limitaciones humanas que aun Dworkin le reconocía, no puede tener en cuenta a la hora de decidir. ¿Sueño o pesadilla?

Con todo, la idea de argumentación requiere de un contexto que, hasta ahora, nos resulta inexcusablemente humano: la necesidad de argumentar. Una necesidad que no es conceptual, sino existencial: no argumentamos porque carecemos de alternativas, sino porque la condición humana nos lleva a ello. Una IA no necesita respuestas, sino que las tiene. En ese sentido, la idea de discrecionalidad que se encuentra presente en diferentes concepciones jurídicas no parece compatible con un sistema que no admite varias posibilidades con semejante o igual valor (porque los algoritmos llevan inexcusablemente a una única respuesta, que es “mejor” que las demás). Pero tampoco sería compatible con uno que simplemente elije aleatoriamente entre ellas.

Por lo tanto, si estas premisas llegan a ser válidas, la argumentación como proceso o actividad solo es posible entre humanos, aunque la evaluación de los argumentos-resultado pueda estar asistida por sistemas de IA.

Si ha habido un momento histórico en que es posible el “noble sueño” (de Dworkin, más que de los formalistas del siglo XIX) es este, o está por llegar. Pero se tratará, si estamos viendo bien las cosas, de un sistema jurídico con respuestas y sin argumentación, como la conocemos hasta ahora.  

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