El Estado de derecho en las garras de la pandemia
Matthias Herdegen
Director de los institutos de Derecho Público y de Derecho Internacional de la Universidad de Bonn (Alemania)
Frente a la pandemia del covid-19 y las restricciones a las libertades fundamentales, muchos temen que la crisis no solamente establezca un predominio de la Rama Ejecutiva, sino también el surgimiento de un Estado autoritario. Nadie puede negar que las prohibiciones vigentes tocan muy de cerca nuestros derechos constitucionales y están quebrando las bases económicas de nuestras sociedades. Pero sería fatal calificar las medidas necesarias, por invasivas que sean, como sinónimo de autoritarismo.
Lo que distingue al Estado de derecho de un sistema autoritario es la carga de legitimar las restricciones como necesarias, mediante una justificación racional y transparente. Un régimen autoritario puede tomar medidas sin considerar su legitimidad en términos de proporcionalidad, consistencia y no discriminación. La autoridad del Estado autoritario no se ancla en una legitimidad discursiva, sino en su pretensión –casi religiosa– de una sabiduría superior. Él se justifica en sí mismo, amparado en el nudo y crudo poder. Un Estado autoritario puede enfrentar una pandemia restringiendo las libertades individuales, sin temer la vigilancia de jueces y sin atender a la oposición de sus ciudadanos críticos.
A la responsabilidad elemental de salvaguardar en el mayor grado posible la vida e integridad física de sus ciudadanos, se le suma el mantenimiento de los fundamentos económicos del Estado y de la sociedad. Solo los países prósperos pueden ofrecer una compensación financiera para empleados o pequeños empresarios afectados por la pandemia.
Ciertos derechos fundamentales que se han visto restringidos como consecuencia de la pandemia son bienes jurídicos de alta importancia para una sociedad democrática. No obstante, el sustrato o condición fáctica para el goce efectivo de cualquiera de ellos es la vida. Hay paladines autodesignados de las libertades individuales, incluso en el mundo académico, que parecen olvidar que la muerte elimina la posibilidad real de ejercer los derechos fundamentales.
A la ineludible ponderación de intereses encontrados, así como a la búsqueda de un balance complejo por parte de nuestros gobiernos o parlamentos, siempre las acompaña un coro disonante. En esta cacofonía, las críticas a cualquier restricción moderada se mezclan con los llamados a una estrategia rígida de “cero covid”, en el sentido de una reducción máxima de contactos y un test obligatorio en cruces de frontera, aeropuertos, instituciones geriátricas, hospitales, entre otros. Adicionalmente, proliferan protestas violentas, a veces espontáneas y a veces orquestadas por movimientos políticos, que buscan poner a prueba la voluntad y la capacidad del Estado de derecho para mantener el orden público.
En varios países, como Alemania, está tomando fuerza la idea de congelar completamente la vida pública y privada por un periodo de dos o tres semanas, con unas pocas excepciones para servicios fundamentales, con el fin de frenar los contagios. En nuestra opinión, una medida de este tipo afectaría los derechos fundamentales en menor grado que las medidas que se han adoptado hasta la fecha y que, aunque parecen más moderadas, se extienden por meses y meses, con algunas pausas, en una espiral infinita. Pero aquí se entremezclan, también en Alemania, las fuerzas del Derecho y de la política. Aunque un congelamiento de la vida social por lapsos de dos, tres o cuatro semanas es jurídicamente posible, las fuerzas políticas han optado por dar pasos más tímidos, reiterados y poco estratégicos. En este momento, la situación se está agravando por la expansión de mutaciones del virus, que podrían acabar neutralizando los avances ya alcanzados. Inclusive, en Europa ya se contempla una suspensión del tráfico aéreo.
En Alemania, la lucha contra el covid-19 se está desarrollando en el marco de la Constitución de 1949. La situación excepcional no se traduce en un estado de excepción constitucional. Cada paquete de restricciones es objeto de una amplia discusión, tanto parlamentaria como en el escenario de la opinión pública. Gracias a la estructura federal del Estado, se ha podido dar suficiente consideración a las particularidades de las diferentes regiones del país. Sin embargo, está surgiendo cierta impaciencia que empieza a minar la aceptación aún prevalente en la gran mayoría de la población. En la Alemania de la posguerra habíamos vivido más de siete décadas en una “isla de los bienaventurados”. Hasta la pandemia, el país no había sufrido guerras u otras amenazas tangibles que pusieran en riesgo miles de vidas. No existe, por ende, una tradición de vivir con una cascada de medidas invasivas.
Gran esperanza surge con la vacuna. Las negociaciones de la Unión Europea con los fabricantes, todas bien intencionadas, culminaron en tardanzas que colocaron a sus Estados miembros en una posición rezagada frente a Israel, EE UU o el Reino Unido. Esas empresas, suministrando la vacuna, honran fielmente sus compromisos con estos países, que se han beneficiado así de la actitud enérgica y determinada de sus gobiernos.
Para que el ciudadano se someta a las restricciones con plena convicción, importa la manera como este ve al Estado y a sus representantes: como una mamá leona liderando un camino hacia la salida, o más bien como un hipopótamo que hace sentir su peso sin que se vislumbre un alivio.
Es fundamental que la población tenga una perspectiva clara. Ofrecerla no es un mandato jurídico, sino un desafío estratégico para aquellos a quienes el ciudadano confió el poder. Tenemos que reconocer que para los países latinoamericanos este reto es infinitamente más grande que para el viejo continente.
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