12 de Octubre de 2024 /
Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

El abogado de mi vida

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Lina María Céspedes-Báez

Profesora titular de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario

Doctora en Derecho

¿Dónde estará el abogado de nuestras vidas? O la abogada. Ustedes entienden. Cada vez, con más frecuencia, me pregunto esto, y eso que yo vivo entre ellos, porque soy una de ellos (discordancia gramatical intencionada). Pero mi pregunta tiene otro alcance. A lo que me refiero es a esa persona de leyes que me acompañe de manera permanente en una existencia cada vez más juridificada y que evite que tome decisiones erradas que me lleven a litigios especializados y costosos.

Lo que busco es el equivalente de lo que se supone debe ser el médico general o familiar trasplantado al mundo del Derecho, ese profesional que ve a la persona y no solo el problema jurídico, que entiende el tejido social que la sostiene y el rol de las normas en su mantenimiento o reparación, y que va más allá del concepto y del litigio y se adentra en el verdadero arte de escuchar, prevenir, planear y aconsejar.

Mis abuelos se codearon poco con abogados. Aunque tenían amigos que ejercían esta profesión, escasamente los necesitaron en esa función. La presencia explícita del Derecho en su vida fue somera: la compra de sus viviendas, la organización del negocio que les daba la fuente de sustento y, tal vez, el conflicto respecto de una pared medianera. De resto, lo jurídico pasó inadvertido en sus vidas. Nada parecido con los tiempos que nos correspondieron, en donde el Derecho es ubicuo, persistente y complejo. La expansión del mercado, la redefinición de las parejas y la familia y la instauración del Estado social de derecho nos sitúa en un contexto altamente regulado y vigilado donde las personas se rozan con el Derecho de manera frecuente.

Hoy no basta la cédula y saber lo básico del contrato de compraventa del Código Civil. En los tiempos que corren hay que tener registro único tributario, cumplir con las obligaciones ligadas a la seguridad social, expedir factura electrónica, entender de tasas de interés, distinguir las distintas modalidades de crédito del sector financiero y sus garantías reales y personales, organizar la voluntad anticipada, planear el futuro de los deudos tras la muerte y adquirir las nociones básicas del derecho de petición y la acción de tutela, entre otros. En pocas palabras, el Derecho se ha tomado la vida o la vida se ha mimetizado en el Derecho y, para sobrevivir en el intento sin sanciones o malos ratos, se precisan las instrucciones de uso.

Mucho se ha hablado sobre los retos que enfrenta la educación superior en estos días y respecto de las adaptaciones que debe sufrir la enseñanza del Derecho para ponerse a tono con los cambios tecnológicos y sociales. Se ha insistido bastante en que la universidad hoy debe ofrecer más que contenidos y que ha de proyectarse a la formación de las mal llamadas habilidades blandas, ahora vueltas a bautizar como power skills, aquellas que en el pasado fueron consideradas netamente femeninas y propias de los espacios privados. Estas competencias han ganado terreno ante la evidencia del poder de la inteligencia artificial. Si el contenido ya está al alcance de un clic, el valor agregado de cualquier programa universitario es el desarrollo de las dimensiones dialógicas y colaborativas propias del oficio.

Hasta acá parece existir un acuerdo. Sin embargo, la traducción de qué es una habilidad blanda en la formación jurídica está lejos de ser clara. Eso se puede ver en la persistencia de una educación que sigue siendo predominante adversarial, altamente segmentada por la especialización y volcada hacia la identificación del problema jurídico. Es aquí donde la pregunta digna de una novela resuena: ¿dónde estará el abogado de mi vida? Mejor dicho, ¿dónde encontrar ese profesional del Derecho que pueda darme atención integral como persona natural y referirme a abogados especialistas en caso de ser necesario? ¿Dónde encuentro el consejero que me evite el paso errado?

Claro, algunos abogados se convierten en esto por sus particulares relaciones con sus amigos y clientes o por la manera en que el mercado los lleva a ejercer el Derecho. Sin embargo, los programas de Derecho en nuestro país deberían darle igual importancia tanto a formar grandes especialistas como grandes generalistas volcados en las personas naturales. Si bien la generación de experticias focalizadas es altamente valiosa y necesaria, no puede ser todo el panorama de lo jurídico.

El versado hasta el mínimo detalle en un área particular del Derecho es un abogado costoso y estrictamente necesario para momentos muy precisos del trasegar de ciertas personas. El devenir vital de un ser humano promedio se encuentra con el Derecho en situaciones menos espectaculares que una fusión entre dos titanes empresariales que logra acaparar los titulares de prensa. Los programas de Derecho deben comenzar a dar cuenta de este reto de acercar conscientemente el ejercicio a la cotidianidad de los individuos, a lo que pueden ser en los libros jurídicos los dilemas menores, pero que para el horizonte individual pueden ser calamidades de gran envergadura.

El abogado de mi vida es aquel que sabe que en la supuesta trivialidad del día a día está la médula de su vocación jurídica.

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