26 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Aventuras reglamentarias

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José Miguel Mendoza

Socio de DLA Piper Martínez Beltrán

jmendoza@dlapipermb.com

Nuestro sistema societario ha sido campo de práctica para los más imponentes despliegues de la potestad reglamentaria del Presidente de la República. Basta con recordar la hazaña del Decreto 2521 de 1950, hoy tristemente relegado a las escuelas de contaduría como un hito más en la historia de la revisoría fiscal en Colombia. A lo largo de 293 artículos, ese decreto reglamentario le dio al país un merecido sacudón de modernidad, con la introducción de figuras como la fusión –una operación que por la época ya se practicaba, pero en secreto–, reglas un tanto neuróticas sobre la forma de llevar libros contables y hasta una descripción pormenorizada del sistema de votación por papeleta en asambleas generales de accionistas. Pero más allá de estas curiosidades históricas, lo cierto es que el esfuerzo de reglamentación del Decreto 2521 disipó la incertidumbre legal que enfrentaban nuestros empresarios por la época y allanó el camino para los importantes desarrollos legislativos de años posteriores.

Claro que puede haber otras razones, tal vez menos loables, detrás de la preparación de decretos de esta especie. Muchos tendrán aún presente cómo se emitió a la carrera el Decreto 1925 del 2009, reglamentario de la Ley 222 de 1995, para que Colombia trepara los índices amañados del Doing Business, difunto instrumento de intimidación geopolítica. A pesar de estos orígenes y de un par de excesos reglamentarios, el Decreto 1925 resucitó el régimen de conflictos de interés de los administradores, hoy uno de los asuntos más litigados ante la Superintendencia de Sociedades. Y quién puede olvidar el Decreto 1817 del 2015, muy de moda por estos días, cuya continuada vigencia obliga a que el Superintendente de Sociedades tenga título de maestría o doctorado, un verdadero dolor de cabeza para gobiernos presentes y futuros.

Estas intrépidas aventuras reglamentarias alumbran el camino que ahora debe transitar Colombia para contrarrestar el retroceso de nuestro derecho societario (ÁMBITO JURÍDICO, Retroceso, edic. 555, feb. 22/21). Para nadie es un secreto que el más reciente proyecto de ley de sociedades, presentado por el superintendente casi al tiempo con su carta de renuncia, tiene escasísimas probabilidades de graduarse como ley de la República. Muy a nuestro pesar, es claro que esta iniciativa correrá con la misma suerte que los proyectos de ley 70 de 2015 y 2 de 2017, aborrecidos en el Congreso y archivados sin fórmula de juicio.

Tal vez ha llegado la hora de reducir nuestras ambiciones reformistas a proporciones más modestas. Y es que una buena parte de los fallidos proyectos de ley puede encajarse, sin mayores apuros, en uno o varios decretos reglamentarios, siempre que, por supuesto, no se excedan las potestades que la Constitución le otorga al Presidente de la República. Con algo de inspiración, un decreto reglamentario puede llenar vacíos, incorporar tendencias jurisprudenciales y, para usar las palabras lúcidas del Consejo de Estado, “agregar los procedimientos, órdenes o circunstancias que permitan la cumplida ejecución de las leyes”.

Tan solo en materia de administradores, el uso de la potestad reglamentaria ofrece infinitas posibilidades. Para comenzar, sería útil aclarar cómo debe operar entre nosotros la regla de la discrecionalidad, cuya vigencia en Colombia fue recientemente reconocida, obiter dictum, por la Corte Suprema de Justicia. Una reglamentación cuidadosa del artículo 23 de la Ley 222 de 1995 podría darles vida práctica a manifestaciones del deber de lealtad que, como ocurre con la usurpación de oportunidades de negocios, ya se asoman con timidez en la jurisprudencia de la Superintendencia de Sociedades. También podrían zanjarse algunos debates tediosos si tuviéramos orientación reglamentaria sobre los diferentes tipos de conflictos de interés y los alcances de la autorización que debe impartir la asamblea general de accionistas en estos casos. ¿O qué tal darle alguna forma a la práctica, bastante recurrente en grupos empresariales, de impartir autorizaciones generales para la celebración de operaciones entre vinculados?

Con algo tan sencillo como la preparación de un decreto reglamentario, el Gobierno se anotaría un punto en la pizarra sin hacer uso de su menguado capital político. Firmado y numerado ese decreto, podrían enfocarse hacia nuevos horizontes las energías de la Superintendencia de Sociedades, consumida desde hace siete años en la preparación febril de proyectos sin vocación de ley. Divulgados los ajustes reglamentarios, nuestros empresarios se acomodarían con mayor holgura a un sistema societario ya desactualizado, cuyos principales avances en la última década se han dado por la siempre nebulosa vía de la jurisprudencia. Esta vez no hacen falta los 293 artículos del Decreto 2521, sino apenas un par de pinceladas reglamentarias, lanzadas con destreza antes del 7 de agosto del 2022. 

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