05 de Febrero de 2025 /
Actualizado hace 5 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

¿Por qué no conviene la elección por voto popular de los jueces?

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Helena L. Hernández

Experta en Derecho Penal

X: @Helena77Hdez

El “deber de ingratitud” de parte de las y los juzgadores implica la falta de reciprocidad o agradecimiento de estos hacia quienes los eligieron o ayudaron en el proceso de su nombramiento. En otras palabras, los jueces no pueden sentirse en deuda –ni actuar conforme a ello– con las personas que les han designado en el ejercicio de su función jurisdiccional.

Esta idea se difundió por el jurista francés Robert Badinter, quien, en 1986, fue elegido por el presidente de Francia como presidente del Consejo Constitucional de ese país, equivalente a la Corte Constitucional colombiana. Tras completar el periodo en su cargo, Badinter demostró su ingratitud frente a su nominador, habiendo ejercido con independencia el control político que le correspondía.

Ahora, este deber se extiende a cada juez, sin importar su especialidad. Bien se sabe que, áreas como el derecho penal, con frecuencia suscitan las más intensas y contrarias emociones entre sus destinatarios o simples espectadores. La administración de justicia se funda en la independencia e imparcialidad de jueces y juezas. Su obediencia a la Constitución es, a su vez, postulado para su legitimidad.

A la ingratitud hacia quienes los eligieron, añadiría otra cuestión: el desapego a la popularidad. En otras palabras, un juez no debe buscar fama, estimación o aplauso, mientras ejerce su función. Es cierto que hay decisiones ampliamente aceptadas por la sociedad –que conllevan al reconocimiento, elogio, admiración–, pero este no debe ser el fin del juzgador al momento de resolver cada caso.

Un juez independiente e imparcial debe ser capaz de tomar decisiones contrarias a los intereses de quienes lo eligieron, así como aquellas que impliquen señalamientos, animadversión o impopularidad. Estas dos exigencias implican el cuestionamiento de una idea que ha surgido en algunas latitudes: la elección por voto popular de los jueces.

Antes de seguir anticipando lo inconveniente de dicha propuesta, importa recordar algunos cambios en el proceso penal colombiano desde la Constitución de 1991 –directamente vinculados con el ideal de juez bajo la constitucionalización del derecho penal–, como la eliminación de los jueces sin rostro en el año 2000, o la reforma del Acto Legislativo 3 de 2002: materializada en la Ley 906 de 2004, y el paulatino avance en la construcción de un sistema con tendencia acusatoria.

Desde los inicios del nuevo sistema de juzgamiento, en decisiones como las sentencia C-591 y C-1260 de 2005, el alto tribunal ya vislumbrada que el juez no sería un notario del proceso, por el contrario, se previó un rol activo para preservar los principios y valores propios de un Estado constitucional, acercándose a una justicia material.

A lo anterior se integra lo dispuesto en el artículo 5º del Código de Procedimiento Penal, en punto de establecer la verdad y la justicia como presupuestos de imparcialidad, no como inacción, en consonancia con la aspiración de un orden justo, bajo lo consagrado en el artículo 2º de nuestra Constitución Política.

Así, un juez independiente e imparcial, cuyo control de garantías procesales es siempre en doble vía (tanto para los acusados como para las víctimas), atendiendo los criterios modulares del proceso penal –como lo son la ponderación, necesidad, legalidad, proporcionalidad entre la sanción y el bien jurídico afectado–, requiere tanto del deber de ingratitud, como del desapego a la popularidad o el elogio.

La elección por voto popular de los jueces no solo dificulta dichos deberes, sino que parece contraria al juez penal y constitucional que la Constitución Política colombiana previó. Atendiendo un principio básico como el iura novit curia, más allá de su acepción literal del juez como conocedor el derecho, también lleva implícito que es al juzgador a quien le corresponde decidir sobre el conflicto que le es puesto en consideración y, de contera, es el representante de la jurisdicción. Es deber del juez la correcta determinación del derecho, a partir de los hechos probados –lo que acerca a los implicados y a la sociedad a la verdad–.

Lo anterior no es posible si el poder judicial se politiza (consecuencia directa de una elección popular de jueces, pues implica la búsqueda por la obtención del agrado de los votantes y, a su vez, la gratitud con sus electores y la necesidad de aprobación generalizada o mediática).

Jueces y juezas se deben a la Constitución y a la ley. Su legitimidad no puede confundirse con la predicada para políticos o gobernantes. Si lo que se pretende con este tipo de propuestas es la democratización del poder judicial o la participación ciudadana en su conformación, esto puede lograrse sin poner en riesgo los más elevados pilares de la función judicial, como lo son su imparcialidad e independencia.

Acercar y vincular a la ciudadanía con la judicatura implica aumentar la representatividad de jueces(zas); fortalecer la carrera judicial –mediante procesos transparentes, rápidos y ampliamente conocidos–; actualizar las herramientas que tienen para ejercer su función; evaluar –y, si es del caso, renovar– las causales de impedimento; implementar controles rigurosos de rendimiento (eficiencia y contenido) tanto a los jueces provisionales como de carrera; sancionar con rigor las comprobadas faltas de objetividad y discutir la necesidad de prestar más atención a la apariencia de imparcialidad de las y los juzgadores.

Entre más se fortalezca la función judicial, mejor será el devenir del proceso penal, tanto en lo que atañe a las garantías para acusados y víctimas, como en el logro de un sistema más acorde con la pretensión de un Estado constitucional.   

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